500 páginas de novela concentradas en dos horas de espectáculo es algo inaudito que la dramaturga Anna Maria Ricart ha conseguido sin perder un ápice de fuerza, ritmo y tensión. Jane Eyre: Una autobiografía vuelve al Teatre Lliure de Barcelona para volver a colgar el cartel de no quedan entradas. Un éxito indudable que debía volver a casa.
Jane Eyre es uno de esos personajes que a toda actriz le gustaría interpretar. Un personaje que pasa de la niñez a la madurez en un abrir y cerrar de ojos. Repudiada por una familia adoptiva, sufre y aguanta lo inesperado para, al final, redimirse de una vida de penurias jugando con un sentido de la justicia auto-aprendido. Un drama que nos muestra una chica sensata y valiente que no tiene miedo a decir lo que piensa; pese a quién le pese. Una chica avanzada a su tiempo que respira, vive y demanda solo una cosa: libertad.
Durante dos horas (sin entreacto), Ariadna Gil se mete en el papel de Jane Eyre de una forma intensa y libre. Ella es la dueña del personaje, ella, es el personaje. Un personaje que demanda atención y cariño. Una mujer que, como se encarga de recordarnos varias veces, no es hermosa pero que es a la vez tremendamente frágil y fuerte.
Ariadna Gil nos presenta en sí, una chica que respira verdad. Su seguridad sobre el escenario hace que vivamos, escena a escena, un dominio fascinante del personaje y una rápida adaptación al cambio. Ella es vitalidad, simpatía, seguridad. Es la dueña de las tablas en un montaje en el que demuestra la contundencia con la que pisa, con la que se mueve, con la que gesticula… Añadida a la contención creada por el personaje que en momentos parece llegar al límite, Ariadna Gil abandona su apariencia frágil y delicada para enseñarnos un personaje lleno de entereza y carácter.
Junto a ella, podemos disfrutar de Abel Folk como Rochester. Sublime co-protagonista del montaje y contrapunto en esencia. Rochester es un personaje cautivador. Un personaje que esconde un secreto oscuro. Jane solo se interesa por él de una forma sencilla cuando la contrata como institutriz pero, obviando las habladurías, llega a enamorarse de él.
A su lado, cinco actores desdoblan multitud de personajes: Jordi Collet es el estricto y ferviente Blocklehurst además del indiano Mason, que comparte un secreto con Rochester; Magda Puig es tanto la pequeña Adèle como la vanidosa Blanche; Gabriela Flores es tierna como Helen y desquiciada como la vampírica Antoniette; Joan Negrié brilla como el religioso St. John, y Pepa López toca toda una serie de mujeres maduras, desde la desagradable tía Reed a la parlanchina Sra. Fairfax o la oportunista Lady Ingram. Todos ellos, dirigidos por Carme Portaceli, presentan unos personajes distantes y rudos en total oposición con Jane Eyre. Algo que hace que notemos aún más la distancia y la crudeza que esconde el texto.
La música recrudece aún más esta sensación. Ideada, sin duda alguna por su ejecución, por Clara Peya, hacen que respiremos aires turbulentos y un clima tempestuoso que ayudan a propagar esa tensión intrínseca en el montaje. Alba Haro al violoncelo y Clara Lai (o Laia Vallès) al piano, interpretan en directo una banda sonora compuesta por golpes rítmicos, estrés en las cuerdas del piano y melodías siniestras.
Por su parte, Anna Alcubierre presenta un espacio escénico blanco minimalista que juega con pocos objetos de atrezzo y que hace que nos imaginemos todo lo que el texto desea sugerir. Este, se apoya inteligentemente por las proyecciones de Eugenio Szwarcer y los espejos que extienden el espacio escénico hasta el infinito, presentando un espacio escénico sencillo que nos ayuda a avanzar entre escenas en tan solo un segundo. El vestuario de Antonio Belart se ciñe también al minimalismo creado para el conjunto de la obra, llegando a contrastar el monocromático negro de los trajes con algunas apariciones de personajes puntuales un poco más libertinas.
En su conjunto, Jane Eyre se convierte en una obra dramática contundente que reclama justicia, libertad e igualdad para la mujer. Pero, sobretodo, pide respecto; algo que Charlotte Brontë tuvo la desfachatez de requerir en la época victoriana y que parece que en estos días es necesario recordar a más de uno.
Crítica realizada por Norman Marsà