El Teatre Nacional de Catalunya en Barcelona pone en escena Terra Baixa. Hasta aquí, cero sorpresas. Pero su directora Carme Portaceli, y el adaptador Pablo Ley, han actualizado el clásico de Àngel Guimerà convirtiéndolo en un thriller histórico y el resultado puede ser lo mejor que le ha pasado al teatro catalán en muchos años.
Los frecuentes intentos de actualizar los clásicos acaban, muchas veces, poniendo en escena montajes pretenciosos o escandalosos que hablan más de los directores que de la obra en sí. Eso no es, en absoluto, lo que está ocurriendo en el TNC. Pablo Ley y Carme Portaceli han transformado Terra Baixa, para empezar comenzándola por el final que todos conocemos, para ser lo más fieles a ella. Cada alteración, remezcla o añadido, desde las canciones a la contextualización histórica, de la deconstrucción a la reconstrucción de los hechos, tienen como objetivo realzar el original. Y cumple con creces su objetivo.
Todo está ya en Guimerà, aunque el triángulo de Marta, Manelic y Sebastià o la potencia ancestral del «he mort el llop» puedan habernos ofuscado el recuerdo. Pero en Terra Baixa (Reconstrucció d’un crim) hay mucho más, y el tándem Ley/Portaceli ha sabido cambiar el foco para darle su espacio. La voz culpable de los sirvientes que tratan de exculparse (Roser Pujol, Pepo Blasco, Mercè Mariné, Mohamed El Bouhali) sirve para reconstruir las circunstancias que llevaron a la muerte del amo, Sebastià (Eduard Farelo) a manos del pastor Manelic (Borja Espinosa), con el amor, la virtud o la libertad de Marta (Anna Ycobalzeta) como piedra angular. Arriba y abajo, como en la serie británica. Frente a ellos, dos nuevos personajes, un comisario (Manel Sans) de la linea dura y una periodista (Laura Conejero) con conciencia que aportan un nuevo punto de vista, el de la sociedad con la que coexistió Terra Baixa, y en la que se inscriben todos sus hechos. Ningún hombre es una isla, ni ninguna obra lo es tampoco.
Y el mayor hallazgo de todos resulta ser el hasta ahora menospreciado papel de la sirvienta Nuri, que en manos de Kathy Sey se convierte, no en el personaje más importante de la obra, pero sí en el que le permite cobrar más sentido. La relación de Nuri con los otros personajes y con la sociedad, y vehiculada en varios momentos a través de canciones (de factura y ejecución impecables; un aplauso para la música opresiva y liberadora de Jordi Collet), son parte del catalizador que sitúan la obra en su lugar, quitándole el sanbenito de drama rural. No. Terra Baixa es algo más. Mucho más.
Carlota Ferrer ha optado por un vestuario esencialmente moderno que permite reconocer inmediatamente a cada personaje y su estrato social. Funcional y práctico. Mucho más llamativa es la escenografía de Paco Azorín, inicialmente desnuda, luego opresiva, que es imposible desligar de la iluminación de Ignasi Camprodón. Luz y espacio se convierten con ellos en uno y lo mismo.
Con todas las piezas en juego, con una Marta y un Manelic más vivos y reales que nunca, con un Sebastià despreciable, acosador, obsesionado pero situado ahora en el contexto de un mundo que se acaba, que está explotando en tiempo real, con un servicio derrotado y una chispa de decencia, con un inspector y una periodista que no estaban en la obra real porque estaban en el mundo real fuera de la obra, con todo eso y con la magnífica adaptación casi noir, pero tan fiel, de Pablo Ley, Carme Portaceli ha logrado el milagro: la modernización perfecta de un clásico. No la que habla desde ahora del entonces, sino la que trae el entonces al ahora. La que hace brillar el texto con los mejores intérpretes y una visión personal que nunca tapa a Guimerà. Terra Baixa (Reconstrucció d’un crim) se convierte, por derecho, en la versión perfecta, la ideal, la que todos deberían ver para conocer Terra Baixa. Y en una de las mejores experiencias teatrales que cualquiera pueda vivir. Si aman el teatro no pueden perdérsela, porque esta es una obra entre un millón.
Crítica realizada por Marcos Muñoz