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13.03.2017 Críticas  
Mentiras vitales; o las consecuencias de la verdad

Un pato salvaje, herido y encerrado en un sótano, aunque completamente protegido por los seres que viven en ese hogar, es el simbolismo que utiliza Henrik Ibsen para contarnos una historia que tiene que ver con mentiras vitales y las consecuencias de la verdad.

L’ÀNEC SALVATGE es un drama psicológico que vio la luz en 1884. Este año ha tomado el testigo Julio Manrique dirigiendo por primera vez al dramaturgo noruego en esta delicada y excepcional producción que lleva el respaldo del Teatre Lliure.

Con esta desgarradora historia, se nos plantea un dilema moral de violento desenlace pero que no halla respuestas definitivas.

En el previo a la historia que realmente nos interesa, se nos pone en situación y se nos cuentan los detalles que son clave para entender los sucesos posteriores y el por qué de las reacciones de los protagonistas. Así arranca esta trama local y familiar, que salpica a los que les rodean, como suele suceder siempre con las decisiones que tomamos en nuestras vidas. La disyuntiva se genera cuando años después de ciertos sucesos alguien, un supuesto desconocido, es invitado a entrar a un supuesto remanso de paz y felicidad y quiere desenterrar verdades y exponerlas, con la justicia como estandarte. ¿Es necesario remover el pasado en determinadas ocasiones? ¿Vale la pena provocar el derribo de unas vidas, aparentemente serenas, por convivir con la verdad? O, ¿podemos llegar a ser más felices cuando sabemos con exactitud la realidad de lo que nos rodea?

Esta es la duda razonable que presentan el doctor Relling y Gregor en el que posiblemente se convierta el clímax de la obra. Y, decíamos, que es un texto que no halla respuestas, porque Ibsen quiso dramatizar los hechos hacia uno de los resultados, pero de la misma manera se podría haber decantado hacia el otro completamente opuesto.

Sea cual sea el fin, lo que sí que podemos decir en mayúsculas, es que estamos ante un inmenso trabajo que no deja indiferente. Una de las particularidades del mismo es que casi desde el principio, es evidente lo que va a suceder a continuación y cuál va a ser el paradero de la historia. Y, aún y así, saboreas cada momento, cada reacción, cada diálogo. Y al final, el sobrecogimiento, la conmoción es la que es, como si no lo hubieras sabido casi desde el inicio.

Es evidente, que ese poder sobre la escena y sobre el público, solo se puede conseguir con arduos esfuerzos en la dirección, con la selección de un exquisito elenco y mimando todos los detalles visuales y sonoros, que es lo que ocurre en L’ÀNEC SALVATGE.

Manrique viene a demostrarnos lo que ya muchos sabemos y no es otra cosa que su excelente gusto por tratar temas con un elevado trasfondo emocional. Su visión de esta historia y su puesta en escena (también gracias a la adaptación que el mismo ha hecho, junto a Cristina Genebat y Marc Artigau) es sencillamente un regalo visual, de una delicadeza exquisita, en el que se podría sacar una preciosa fotografía tras otra durante las dos horas y media que dura la función. La escenografía a cargo de Lluc Castell tiene mucho que ver con esto. Desde el principio hasta el final, el escenario estará dividido en dos espacios, solo separado por cristal transparente. Una ironía en este caso, ya que el espectador puede saber todo el tiempo lo que pasa en casi todo momento, siendo que los protagonistas de la historia no corren esa suerte. Como ya pasara en el «Rei Lear» y otros montajes del Lliure, el vestuario utilizado no es el de la época, sino que se moderniza para traerlo a un presente más cercano, pero atemporal. Lo cual, ayuda al espectador a sentirse más identificado con una historia que, aunque tiene más de un siglo, puede ser universal.

En esta obra no hay ni un personaje que esté de más o que no nos diga algo. Ni ninguno de los actores que no se consagre a su personaje con esmero y pulcritud. La lista es larga, pues son diez personas en escena (no de continuo), pero no quiero dejar de mencionar a ninguno, pues todos me merecen el más fuerte de los aplausos por la calidad de sus trabajos: Iván Benet (quien vuelve a demostrarnos su fantástica versatilidad y buen hacer sobre las tablas), Jordi Bosch, Laura Conejero, un enorme Pablo Derqui como Gregor, Miranda Gas, Jordi Llovet, mis más sinceros respetos por los grandes Lluís Marco y Andreu Benito (que demuestran que la experiencia es un grado), la joven Elena Tarrats y cubriendo una de las curiosidades de la obra está Carles Pedragosa quien, al piano, toca de fondo durante todo el tiempo y hasta el final.

Todos y cada uno de ellos contribuyen de forma sobresaliente a que este montaje, con el que Manrique se ha atrevido y ha salido triunfante, sea un enorme éxito. Una distinguida selección para celebrar los cuarenta años del Lliure en Barcelona que como antes dijimos, no deja indiferente y que, por supuesto, todo el mundo debería ir a ver.

Crítica realizada por Diana Limones

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