Alfredo Sanzol dirige su primer Lorca y presenta, en el Teatro María Guerrero de Madrid, La casa de Bernarda Alba. Un montaje que se aleja del imaginario tradicional y revisita la obra clásica ofreciéndonos una visión más humanizada de la matriarca.
Parece arriesgado volver sobre una obra que, como Yerma, ha sido interpretada y reinterpretada desde todas las posibles perspectivas. También parece un riesgo abandonar la iconografía intrínsecamente ligada a una pieza emblemática para ofrecer una visión contemporánea que la actualice. Alfredo Sanzol se ha embarcado en este doble propósito y nos ofrece una visión de La casa de Bernarda Alba en la que el encierro y la opresión se viven entre cuatro paredes; pero provienen de fuera. Para ello nos obliga a mirar a la propia Bernarda, no como una madre autoritaria y despótica insensible al sufrimiento de sus hijas, sino como una víctima de un sistema patriarcal que ha sufrido en sus propias carnes, y que perpetúa por miedo a la censura social.
Esta perspectiva nos adentra en una lectura nunca antes explorada que redime a Bernarda y contextualiza la obra en el presente. Las costumbres de hoy no son las de 1936. Ya no hay lutos de ocho años, ni dote, y los Pepe el Romano actuales no rondan los balcones a caballo. Sin embargo la estructura patriarcal se mantiene y mujeres como Bernarda, que han sufrido sus medidas opresivas, siguen infligiéndolas sobre sus descendientes, por costumbre, por temor a la crítica o porque simplemente, siempre se ha hecho así.
Esta es la novedad y el aporte de este montaje que tiene su reflejo vívido en la escenografía. Una puesta en escena que comienza en la misma puerta del teatro con el sonido de las campanas que tanto irritan a la criada, y que se traslada a un bellísimo telón de encaje negro para desenvolverse finalmente en una escenografía minimalista. La casa/prisión que diseña Blanca Añón es luminosa y metafórica. En ella no hay ecos rurales ni localistas, tampoco referencias temporales, sólo paredes que contienen un exterior que fuerza por colarse a través del trino de pájaros y ladridos de perros, de cantos de labranza, de voces y de los ruidos de la vida (extraordinario trabajo de Sandra Vicente y Pilar Calvo). Una casa sin ventanas y sin huecos que sólo se abre en su acto final, anunciando la tragedia, para componer un cuadro de claroscuros dramáticamente iluminado por Pedro Yagüe, quien subraya la blancura a la que no alcanza el luto de la ropa de dormir de las cinco hermanas.
Ana Wagener representa a esta Bernarda, más sufrida y doliente, quebrando el rigor del personaje con contención naturalista. Su Bernarda es una mujer agotada. En contraposición, la Poncia de Ane Gabarain fluye enérgica y cómplice, aunque no tanto como la criada que interpreta Inma Nieto.
Eva Carrera (Amelia), Claudia Galán (Adela), Belén Landaluce (Magdalena), Patricia López Arnaiz (Angustias) y Sara Robisco (Martirio) dan vida a las hermanas. Aunque la interpretación de todas ellas componen las personalidades diferentes de las hermanas con precisión, el trabajo de López Arnaiz y de Robisco vibran con intensidad propia; cada una desde un registro diferente. Y, citadas las protagonistas, es necesario hacerlo también con las secundarias que suman, con igual acierto, en este elenco que se cierra con Ester Bellver, Ana Cerdeiriña, Chupi Llorente, Lola Manzano, Celia Parrilla, Isabel Rodes y Paula Womez.
La casa de Bernarda Alba que imagina Alfredo Sanzol vibra, baila y se revela contra el encierro. Es un montaje de formas elegantes y escenografías simbólicas que nos hace sentirnos identificados con la pulsión de Adela. Entendemos su deseo de vivir y de amar pero, a diferencia del canon, no censura a Bernarda. Bernarda sufre también su encierro y lo viene sufriendo como tantas mujeres desde siempre.
Crítica realizada por Diana Rivera Miguel