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14.06.2023 Críticas  
El delirio lúcido

El Teatro Español de Madrid cierra su temporada con El Sueño de la Razón de Antonio Buero Vallejo dirigida por José Carlos Plaza. La biografía de los últimos años de vida de Goya y una excusa histórica sirvieron al autor para salvar los escollos de la censura en los años 70 y retratar con agudeza una sociedad aborregada y violenta que hoy José Carlos Plaza nos devuelve como espejo de nuestra propia actualidad.

Buero Vallejo se inspiró en la vida de Goya para reflexionar sobre la necesidad de preservar la razón y no dejar que ésta sea absorbida por la pesadilla cuando la barbarie y el miedo imperan. El título del grabado «El sueño de la razón produce monstruos» actúa como guía filosófica para adentrarnos en una sociedad que presume de su ignorancia. Nos presenta al pintor, superados ya los setenta años, como un hombre acosado por los límites físicos que le impone su sordera y el temor que le produce el momento histórico convulso que le toca sufrir. Goya se ha retirado con su amante, Leocadia, en la Quinta del Sordo tras la restauración absolutista de Fernando VII. Allí se refugia del terror reaccionario y la violencia de un pueblo empobrecido y analfabeto para crear sus obras más oscuras, liberando a través del arte la pesadilla que pretende devorar su razón.

El texto de Buero y el contexto histórico y biográfico que propone, no del todo fidedigno, es lapidario. Retratara con crudeza la presión a la que ven sometidos los librepensadores en un país totalitario donde sólo tienen dos opciones: la humillación y el servilismo o enfrentarse y sufrir la violencia. Ese será también el dilema al que se enfrentará Goya, que deberá elegir entre huir o disculparse frente al monarca absoluto.

José Carlos Plaza expresa que eligió a Buero y el Sueño de la razón movido por su percepción de que nuestra sociedad se está empobreciendo culturalmente manipulada por verdades cada vez más adulteradas. Su reflexión y el retrato dramático que elige para glosarlo no pueden ser más acertados. Igualmente acierta en la elección del elenco, especialmente de Ana Fernández y Fernando Sansegundo. No cabría imaginar una mejor Leocadia que la que construye Ana Fernández. Arrasada por el temor de una amenaza violenta cada vez más inminente, debatiéndose por el amor de un hombre que lucha su propia batalla interior, digna y quebrada, es magnífica.

No obstante, hay decisiones en la dirección que resultan confusas. La escena está saturada de un ruido visual que resulta paradójico en una obra que persigue hacernos sentir en primera persona la propia sordera de Goya y sumergirnos en el delirio lúcido de su introspección. En el segundo plano de muchas escenas (demasiadas) hay un movimiento incómodo que no aporta nada a la narrativa y acaba distrayendo la atención. Criados entran y salen sin destino y se desplazan sin rumbo aparente. En general el movimiento es sucio, poco definido y a la vez sorprendentemente inorgánico. Los actores principales también sufren esta ausencia de pautas, aunque su interpretación no resulta afectada por ello. Sus movimientos son demasiado mecánicos y antinaturales unas veces y otras tantas resultan desorganizados.

Por su parte, el diseño escénico tampoco ayuda a limpiar la escena. Javier Ruiz de Alegría propone una escenografía pesada y nada versátil. Los grandes muros de la Quinta del Sordo sobre los que Goya pintó los catorce murales que constituyen sus Pinturas Negras se yerguen sobre la escena. La construcción es demasiado voluminosa y aporta un escaso juego teatral. Únicamente funciona como una gran pantalla sobre la que se proyectan de forma casi continua esas mismas Pinturas Negras. En ciertos momentos, actúan como apoyo casi didáctico al texto. Otras veces se convierten en un estímulo poético pero tanto en uno como en otro caso, ese subrayado es redundante. El texto de Buero no necesita de esa aportación y la excelente labor interpretativa que hacen los cuatro actores principales Ana Fernández, Carlos Martínez-Abarca, Jorge Torres y Fernando Sansegundo, tampoco. Por otro lado, la proyección no es sutil. Su tamaño unido al impacto y violencia que las propias pinturas provocan en el espectador, acaban robando protagonismo en vez de ilustrar el texto. Con un protagonista con la dimensión y complejidad de este personaje y un enfrentamiento interno tan violento y profundo donde el delirio y la razón se dan la mano, definitivamente menos parece que habría sido más.

El montaje acaba resultando agridulce a su término. El ruido molesta pero por momentos cesa y la narrativa se resuelve con interés. Este es el caso de las apariciones de Fernando VII, interpretado por Chema León, en las que la majestuosidad absurda, el totalitarismo y la desconexión del monarca con su pueblo quedan brillantemente reflejadas con simplicidad y un metafórico diseño.

El Sueño de la razón, es un conjunto desequilibrado con grandísimos aciertos y decisiones escénicas que lo lastran en el que, pese a todo, destacan sin objeciones un texto dolorosamente descriptivo y un elenco sobresaliente.

Crítica realizada por Diana Rivera

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