Directo desde el Teatre Lliure llega a Madrid, al Teatro María Guerrero, Yerma de Federico García Lorca; con dirección de Juan Carlos Martel Bayod y la multipremiada María Hervás como protagonista.
Yerma, como un Bernarda Alba, nos lo conocemos de pe a pa: Yerma (María Hervás) se casa con Juan (Joan Amargós) y pasan dos años, tres, cuatro… y les niñes no llegan, y todas las mocitas a su alrededor no paran de criar, y ella de coserles trajecitos, y Juan cuidando de las cabras y descuidándola a ella, y Víctor (David Menéndez) que de pequeños le aupó en brazos y el recuerdo de ese calor uterino le provoca la misma inquietud y ansiedad que la de estar llenando su vientre de odio y resentimiento y no de criaturas en formación.
El espacio escénico de Frederic Amat tiene presencia pero pierde entidad al no sentirlo del todo integrado de forma orgánica en la propuesta, a no ser que precisamente su vacuidad sea el carácter que se le haya querido dotar, de entorno yermo, vacío; es claramente vistoso, efectivo, nos mete en el juego de ver y no ver todo lo que ocurre en su interior, planteando el juego de que seamos «viejas del visillo», cotilleando qué pasa tras esas paredes, aunque realmente su efectismo es interesante cuando esté se eleva y participa de la festividad y la bienvenida al mal, a los demonios invocados por Yerma.
La música original de Raül Refree es el factor equis de este Yerma, lo que me llevo a casa y lo que siento que distingue a este Yerma de cualquier otro Yerma. La dirección musical y el efecto que provocan esas nanas y canciones populares al montaje es valiosísimo y refrescante, liberando a la platea de la pesadumbre y la cadencia soporífera de los parlamentos de Yerma, ora gallega ora castellana neutra, a capricho.
Aplicando un aleatorio deseo en un ideal en mi cabeza, en este montaje hubiese permutado personajes del elenco y hubiese prescindido de María Hervás. Bàrbara Mestanza hubiese sido una fantástica y entregada Yerma, viviendo un matrimonio codependiente y destructivo con un Juan interpretado por David Menéndez, aún sintiendo una (ir)resistible atracción por un impávido Joan Amargós. Mestanza y Menéndez están deslucidos en este Yerma y solo en esa conjura demoníaca y desnuda es cuando se hacen con el escenario y se entregan a su magnetismo arrebatador.
Este Yerma me plantea el dilema de lo qué espero de un clásico en el 2023, si una simple representación del mismo, una reinterpretación o una lectura del mismo adaptada a la actual realidad, dejando constancia de lo atemporal y vigente que, precisamente por su clasificación de clásico, hace que este siga vivo. Yerma no aporta más que en el plano musical, aunque quizás esto ya sería suficiente, aunque a mí se me quedé corto. El programa que se desarrolla actualmente en el Teatro de la Comedia con los diálogos entre el clásico programado en la sala principal y las propuestas de la sala pequeña es la reflexión perfecta y el trabajo que disfruto viendo en los teatros, y un ejemplo perfecto de la labor de ciclos como clasicOFF en Nave 73, el Almagroff del Festival de Almagro, o la inquietud de compañías como los números imaginarios y los proyectos anuales de la Escuela Nave 73, que dialogan, diseccionan y resignifican el carácter de un clásico, acercándolo al público, haciéndole menos ajeno el hecho de obrar en nombre de la moral, la honradez y el honor.
El éxito de este montaje ya se ha podido notar, pues agotaron localidades antes del estreno de la misma, y esto ya valida y convalida que el simple hecho de querer representar el texto de Federico García Lorca sin más es algo que se demanda y se espera con ansia y al que no se pide más que sea lo que se espera del mismo, lo que ya conocemos, aún que yo hubiese disfrutado algo que solo existe y tiene sentido en mi cabeza. Lo importante es que Yerma sigue viva, y lo seguirá mientras haya una voz que quiera alzar ese grito ansioso y maternal.
Crítica realizada por Ismael Lomana