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19.02.2021 Críticas  
Y después de la muerte, ¿qué?

Las Naves del Español de Madrid nos trasladan con Siempreviva a un asunto de reciente actualidad, el de la eutanasia, con esta dirección y adaptación de Salva Bolta de un texto de Don DeLillo que, más allá del debate sobre si es un derecho o una aberración, indaga en las cuestiones morales que surgen cuando hay que enfrentarse a esta posibilidad.

El teatro es un buen método para analizar la realidad, planteando interrogantes y escenarios que nos pueden servir tanto para profundizar en lo ya sucedido y aprender de ello, como para prepararnos ante lo que está por venir. Siempreviva es una mezcla de las dos, además del valor literario que tiene por sí misma al adentrarnos en la propuesta de un escritor también dramaturgo, pero más conocido por su producción novelística.

Si pensamos en nuestras coordenadas locales, este montaje nos retrotrae al pasado 19 de diciembre cuando el Congreso aprobó la primera ley de eutanasia de nuestro país, pero al tiempo plantea una casuística no considerada en esta. Cuando el enfermo no ha manifestado qué destino desea para sí mismo y son sus seres queridos quienes han de decidir por él tras haber llegado a un punto de no retorno en el que, y hasta donde la ciencia permite afirmar, el cuerpo ya no es el de un ser humano, sino el de un ser vivo. En el que todo aquello que nos da entidad de persona ya ha desaparecido y solo queda un complejo biológico cuyo funcionamiento es sustentado por el artificio de la asistencia médica.

Todo esto se concreta en Alex, un afamado creador de land art (práctica muy bien transmitida por el espacio escénico diseñado por Paco Azorín y Alessandro Arcangeli), inerte en la cama de un hospital. A su alrededor, quienes han de tomar la decisión, su hijo, la que fuera su segunda esposa y la actual, una joven más cercana por edad a su descendiente que a aquella compañera que con el tiempo se convirtió en amiga. Roles diferentes que hacen que los planteamientos racionales, las motivaciones afectivas, la valoración de las circunstancias y las elucubraciones sobre cómo proceder no sean solo diferentes sino hasta opuestas, generando el conflicto en torno al cual gira Siempreviva.

Un asunto trasladado al escenario con una solemnidad y hondura en una atmósfera templada (he ahí la iluminación de Luis Perdiguero y la música de Luis Miguel Cobo) que, sintetizando su propuesta, resulta también la frontera que nos separa de ella. Una frialdad simbolizada por el cubo hospitalario de paredes blancas y luz fluorescente, rodeado por la arena rastrillada concéntricamente y la instalación escultórica de la escenografía antes mencionada, que impone a Felipe García Vélez, Mélida Molina, Marina Salas y Carlos Troya una expresividad tan sumamente contenida que relega a un segundo plano la emocionalidad y la personalidad de sus personajes cuanto tratan con la muerte. Asunto serio, pero quizás necesitado de un acercamiento más humano y sensible que de mitificación con espíritu de trascendencia.

Crítica realizada por Lucas Ferreira

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