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27.07.2019 Críticas  
La (im)posibilidad del altruismo

La Sala Beckett presenta el resultado de su residencia 2018-19 dentro del marco del Grec Festival Barcelona. Victoria Szpunberg se inspira en el universo ideológico de Hannah Arendt para hablar de pedagogía y sobreprotección en Amor mundi. Una pieza que expone ideas y plantea preguntas de un modo no convencional.

Nos encontramos ante una propuesta con una narración fragmentada que huye de la necesidad de la ficción de desarrollar una trama con su introducción, nudo y desenlace. Aquí se manifiesta de un modo particular la idea del amor al prójimo casi como un acto radical. La autora y directora no oculta sus referentes pero sin renunciar a enriquecer el debate a partir de una situación concreta y cómo ésta afecta a tres personajes. En realidad, a varios más, aunque tres serán los presentes en escena. Una visión de la literatura dramática como herramienta de reflexión y pensamiento a través de la creación. ¿Cuáles son nuestros constructos sociales y cómo los asimilamos y aprehendemos como propios? Por insólito y al mismo tiempo efectivo, destacamos esta reflexión a partir de la posibilidad que se nos ofrece de parar a escuchar qué es lo que dice realmente una de tantos hits musicales del momento.

Arendt, Sia, educación, familia… ¿Cómo casa todo esto? No lo vamos a explicar aquí, pero la verdad es que la mezcla de «realidad» y ficción está bien resulta. Tanto por el contenido como por los canales soportados. Si bien es cierto que los referentes podrían ser estos u algunos otros, el discurso se sostiene tanto por su relevancia a día de hoy como por el trabajo de las tres intérpretes. Aina Calpe nos muestra a su personaje desde una cierta (y buscada) frialdad inicial que le permite ocultar todo lo que termina por salir a la luz. Marta Angelat realiza una aproximación de envergadura al texto, acompañada por un destacable resultado en su movimiento escénico, en consonancia siempre a la evolución de la Aurèlia. A su vez, Blanca Garcia-Lladó nos muestra una espectacular habilidad para mutar de personaje y nos sorprende con trabajo físico perfectamente integrado con y en el espacio y con una comicidad explosiva (y muy elocuente), siempre canalizadora de la tensión imperante.

Hay un trabajo muy relevante en la puesta en escena y que entiende perfectamente la transversalidad de la pieza. La escenografía de Max Glaenzel nos sitúa frente a un semicírculo que tan pronto representa un aula como el hogar. Esto hace que nos preguntemos, como le sucede a la protagonista, qué es real y qué no y que nos planteemos en qué lugar suceden las cosas. Las importantes. Teniendo en cuenta que la temática se argumenta a partir de la educación y la sobreprotección esta dualidad está especialmente bien plasmada. También gracias a la meritoria iluminación de Paula Miranda que oscurece el espacio de un modo simbólico con respecto a la pérdida de visión de la protagonista. A su vez, se naturaliza la presencia audiovisual dentro de la propuesta, algo que contrasta para bien con el enfático espacio sonoro de Lucas Ariel (ya sea por su presencia o por su ausencia). Un espacio onírico muy sugerente que deja vía libre a la imaginación aunque también podremos elegir (o combinar) nuestra voluntad de seguir la trama.

Finalmente, Amor mundi se convierte en un intento de practicar el bien a través del arte, en este caso el teatral, en un contexto en el que el espacio público vuelve a colocarse en el centro y núcleo de todas esas preguntas que aquí se plantean. Las respuestas las pone un público guiado por todos los implicados en la propuesta, siempre con respeto y sensibilidad. Y, además, Szpunberg realiza un gesto de justicia poética, ya que la pieza tiene por título el que Arendt deseaba para «La condición humana». Asertiva y, al mismo tiempo, poética propuesta.

Crítica realizada por Fernando Solla

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