La Sala Atrium apuesta fuerte con La mujer más fea del mundo. La compañía La otra bestia nos golpea con una propuesta que se convierte en un certero proyectil contra la sobrexposición embellecida de nuestro vacío existencial. Una pieza que aprieta hasta desmoronar el más mínimo resorte de ese poder dominante al que servimos y que nos tiraniza desde las entrañas.
Bàrbara Mestanza y Ana Rujas consiguen atraparnos con un lenguaje tan particular como persuasivo e incisivo. Un texto escrito a cuatro manos y que cuenta con dramaturgia y dirección de la primera y una arrebatadora interpretación de la segunda. No nos cuesta imaginar, al escuchar a la protagonista, un combate de boxeo entre Federico García Lorca y Angélica Liddell como pugilistas. El hormigueo que nos produce el desierto interior y la necesidad de llenarlo con constantes momentos álgidos a toda costa. La deformación depresiva del espíritu y la fealdad con la que medimos y asumimos nuestra esencia. Nuestro interior. Nuestro ánimo. Esa búsqueda del abrazo. El personaje que comparte con nosotros este momento no trata de mostrarse como una heroína. Tampoco como una víctima. Se utilizarán recursos propios del monólogo interior para yuxtaponerlos con una ruptura de la cuarta pared totalmente inclusiva y sobrecogedora. Una montaña rusa de emociones por las que transitaremos a la misma velocidad que nuestra anfitriona y en la misma vagoneta. Con sus cumbres eufóricas, el miedo y agitación ante la caída y los vertiginosos y acelerados descensos.
Una bomba contra el papel atribuido. Por los demás y por una misma. Una reacción ante la amenaza y la objetivación de dar y recibir placer hacia y mediante las formas fálicas. Contra la divinización del amor. Una virgen que nos recibe y que nos inspirará como si de una gestación espontánea se tratase mediante ese golpe de pecho que nos amantará y, aquí sí, inoculará el potente gemido y también la protesta y demanda de un modo totalmente vinculante. Polvo blanco. Un texto que no obtiene la verosimilitud a partir de la semblanza biográfica o la vertiente testimonial (que también) sino que ofrece la experiencia y las frustraciones vitales de las signatarias a través de la manifestación artística. Porque es lo que conocen y lo que necesitan mostrar. Y lo que comparten. La revolución vendrá a través la defensa expresa y comprometida de la visibilización de lo intrínseco. No como algo puro e inmaculado sino a través de toda su monstruosidad, desproporción y desaliño.
Del trabajo conjunto de Mestanza y Rujas se engrandece el resultado final. Han establecido una lógica interna muy interesante entre las escenas escritas sobre el papel y su desarrollo narrativo durante la representación. Lejos de marcar momentos o cuadros cerrados y determinados, las transiciones serán prácticamente imperceptibles y se evidenciarán gracias a los audiovisuales de Nil Cardoner y Lautaro Bolaño y al diseño gráfico de Borja Pajuelo. Los altibajos en el estado anímico de la protagonista no pueden reducirse a una introducción, nudo y desenlace sino que fluyen y se superponen los unos sobre los otros sin circunscribir en exceso y de un modo transversal y totalmente alienado con el contenido y la interpretación. El espacio escénico de Anna Cornudella se utiliza no para mostrarse como les gustaría ser (a ellas o a la suma de todos y cada uno de los seres con los que se han encontrado las creadoras en su periplo vital) sino para compartir con nosotros cómo se ven, utilizando las posibilidades del arte dramático como el último espacio donde la libertad es posible y encuentra su lugar y sentido. De nuevo, polvo blanco. Decisiones como la aparición de la madre a través de su transcripción en contacto de la agenda del teléfono móvil son ejemplos determinantes de la elocuencia propia y privilegiada de las autoras de la pieza.
¿Qué es lo correcto? Estamos acostumbrados a situar nuestra percepción de lo bueno y lo malo en función de las ansias de consecución de una eudaimonía perfecta y clave para nuestro bienestar. La interpretación de Rujas rompe incluso con esta máxima. Con una valentía y un temperamento incitador, conmovedor y asombrosamente punzante y mordaz, ofrece una aproximación que se convierte en un canutillo gigante y, al mismo tiempo, vía de escape. Limaduras níveas como alba es la suma de todos los colores de nuestras inquietudes. Un gran pollo alucinógeno llamado vida. Tan nocivo como inevitable. Que consumimos y que nos consume y al que somos adictos y que nos engancha. Un trabajo corporal (dirigido por Carla Tovías) excelente y una comunicación no verbal espectacular. Tanto como su adscripción a un registro oral que es a la vez un quiebro, un grito y una exhalación. Una necesidad de catarsis constante que se transforma en estallido, explosión, detonante y súplica. Que nos atrapa y nos arrastra con ella consiguiendo que la observación se transmute en participación silente y mostrando un recorrido tan doloroso como exhumativo. Una actriz que logra captar el tempo preciso del estado alterado en el que vive sumida como personaje de un modo entregado, adecuado y ejemplar.
Finalmente, nos encontramos ante una pieza que desarrolla unas señas de identidad propias que la dramaturga ya perfiló en Mafia. Una función que se convierte en un peldaño importante dentro de la potente temporada con la que la Sala Atrium nos está agasajando y que provoca el mismo efecto que una gran y profunda inhalación estupefaciente. En este caso, el narcótico será el vacío en el que vivimos suspensos, que se escenificará mostrando el descenso, la merma y el decaimiento tras la consumición en exceso. A estas alturas, y si es que hay vía de escape, la asistencia promete una experiencia esperpéntica, trémula, convulsa, dolorosa y reflectante. Un tetazo que nos hacía falta y que aquí se nos ofrece de un modo tan impetuoso e incontenible como contundente. Sin vocación de veredicto o sentencia pero con un fuerte y marcado talento para acompañarnos en este gran y vacío interrogante al que llamamos angustia vital.
Crítica realizada por Fernando Solla