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01.03.2018 Críticas  
Encadenados a la pesadilla de Ahab

El Teatre Goya acoge uno de los estrenos más ambiciosos de la temporada. Moby Dick supone un esfuerzo considerable tanto a nivel de producción como artístico. El resultado final es arriesgado aunque favorable, gracias en gran parte a la interpretación de Josep Maria Pou.

El texto de Juan Cavestany apunta directo al corazón de la novela. La decisión de prescindir de cualquier gradación enciclopédica es loable. No se nos explicarán demasiados detalles de la vida marinera ni tampoco de las distintas técnicas sobre la caza de ballenas. Las justas y necesarias. Todos los circunloquios que se aparten de la obsesiva autodestrucción y el retrato psicológico del capitán Ahab han desaparecido. Esto significa que se ha condensado en apenas hora y media un recorrido vital tan angustioso como inabarcable. El peligro aquí es considerable puesto que debemos situarnos sin preámbulos en una magnitud e intensidad muy elevada, casi siempre incómoda y a menudo inimaginable, cuando no impenetrable. Acto insensato, incluso suicida, donde los haya. Y, también, una aventura apasionante de la que no saldremos indemnes.

La dirección de Andrés Lima amplifica más si cabe el riesgo de no explicar el misterio de la ballena blanca. Ha dotado a Moby Dick de un envoltorio tan espectacular como sórdido, adecuado y delirante. Con gran habilidad ha sabido orquestar el importante despliegue técnico para que abrace (nunca mejor dicho) al protagonista. En última instancia esta decisión supondrá el gran acierto de la propuesta: no intentar explicar lo inexplicable y situarnos in media res de la mente y la obsesión autodestructiva de Ahab. Esa ambición desmedida que es el a la vez un retrato suicida de la figura de líder. Para ello, se ha rodeado de un equipo técnico y artístico de gran envergadura.

La escenografía de Beatriz San Juan nos sitúa en plena cubierta del Pequod aunque algunos cambios estratégicos nos dejarán ver otras estancias como la bodega. El realismo aparente juega muy bien con los distintos niveles, favoreciendo tanto el movimiento de los intérpretes como el aire suficiente para que el tramo final pueda desarrollarse favorablemente. Esta sensación de amplitud contrasta con la oscuridad imperante, muy bien iluminada por Valentín Álvarez. Ambas disciplinas conviven muy felizmente con la videocreación de Miquel Àngel Raió, que realiza un trabajo impresionante que a la vez evoca a la novela gráfica de Christophe Chabouté. Tanto recreará la sensación de movimiento del barco sobre las aguas marinas como mostrará las imágenes más angustiosas y terroríficas de la mente del protagonista. El espacio sonoro y música original de Jaume Manresa termina de dotar de intensidad y épica a la puesta en escena, gracias también a la excelente sonorización de Jordi Ballbé. Redondeando el conjunto, un vestuario realista (también de San Juan) que tanto marca la época como la clase y el gremio de los distintos personajes.

Moby Dick es prácticamente un monólogo interior. Pero Ahab necesita de de una tripulación de personajes que le permitan explicarse ante nosotros. Nos situamos de pleno en su enajenación, así que la interacción con otros es necesaria también para que haya desarrollo. Jacob Torres realiza una buena labor como Starbuck y el imprescindible Ismael, que todo lo observa. A su vez, Oscar Kapoya consigue momentos de emoción latente como Pip. Ambos acompañan a un Josep Maria Pou valiente y pletórico, metido en plena tormenta desde su primera aparición en escena. Una trabajo tan arriesgado como el resto de la propuesta y que nos sitúa ante una interpretación distinta a lo que habíamos visto hasta ahora en anteriores ocasiones. Distante incluso de lo que podríamos haber imaginado. Voz desgarrada y entrega absoluta en lo que supone también un sometimiento físico considerable (la naturalidad con la que utiliza la prótesis del capitán es impresionante). El actor consigue que cada palabra llegue en mitad del tumultuoso martirio por el que se mueve. El agotamiento progresivo y a la vez la obstinación imperturbable nos los transmite de un modo cautivador y sin ser condescendiente en ningún momento. Eso sí, venciendo el rechazo inquebrantable que puede producirnos en ocasiones el personaje y consiguiendo nuestra empatía. Una labor sustancial, inclasificable y muy audaz.

Finalmente, hay que decir que la calidad de la experiencia variará considerablemente si se conoce la novela de Melville o no (y por conocer nos referimos a haberla leído). Para el que no, Moby Dick supone una inmersión en la pesadilla de Ahab. A pelo y sin antecedentes. Para el que sí, la posibilidad de disfrutar de un personaje tan estremecedor como apasionante sin las digresiones que caracterizan al manuscrito original. Sea como sea, un capitán de excepción nos lleva a un puerto tan peligroso como incierto e incómodo. Al de una mente atormentada y severa a la que Pou se enfrenta con arrojo y agallas. Bienvenidos al bautismo de nuestro yo intrínseco más afligido e inmolado tras el que, definitivamente y con la convicción que supone la identificación con la primera persona, podemos exigir: “Llamadme Ismael…”.

Crítica realizada por Fernando Solla

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