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10.11.2023 Críticas  
Oh, benévolo arte…

El pasado 1 de noviembre se cumplieron 100 años del nacimiento de la grandísima soprano Victoria de los Ángeles. Para conmemorarlo, el Gran Teatre del Liceu de Barcelona ha celebrado una fenomenal gala lírica en la que han participado 10 cantantes de talla internacional, repasando los temas más importantes de la carrera de Victoria en un homenaje a su vida y a su arte.

Aún a telón bajado, la dama inglesa de la canción Sarah Connolly asomó por entre los pliegues de terciopelo y ejerció de prólogo de la gala con «An Die Musik» de Schubert, acompañada del pianista Julius Drake, agradeciendo al arte musical la inflamación de los corazones durante las largas horas sombrías. Al arte, y a Victoria, que por supuesto cantó este lied.

Ahora sí, se alzó el telón y descubrimos la escenografía ideada por Vincent Huguet para la velada dirigida por Lucas Macías Navarro: dos docenas de vestidos utilizados por la homenajeada durante su carrera, suspendidos en el aire y a ras de suelo. La portuguesa Helena Resurreição, educada en el Conservatorio del Gran Teatre, entró con una guitarra, que entregó a Bernardo Rambeaud, se detuvo junto a uno de los vestidos de Victoria, muy similar al que ella misma llevaba en ese momento, y culminó el paralelismo empezando por donde todo terminó: con la última canción que Victoria cantó en el Liceu, en 1992, la nostálgica «Ai, que linda moça» de Cristóbal Halffter. Si Connolly nos encomendó a la música y las emociones, el hermoso tema de Resurreição abría paso a la senda de la memoria.

Acompañadas de nuevo al piano por Julius Drake, la mezzo Joyce DiDonato y la soprano Louise Alder recordaron los primeros años de la homenajeada con la canción clásica española «Del cabello más sutil», con música de Fernando Jaumandreu Obradors y, volviendo a Schubert, «Die Forelle», el primer lied que cantó Victoria en la escuela Milà i Fontanals. Con un gracioso intercambio entre ambas, dieron paso a la soprano Maria Agresta y la orquesta del Liceu con el aria «Si, mi chiamano Mimi» de La Boheme de Puccini, el primer plato fuerte de la noche. Una voz bien timbrada, clásica, plenamente italiana, que nos transportó instantáneamente a la vida sencilla de esa vecina, esa Lucia a la que llaman Mimí. Y es que interpretar La Bohème fue el premio de Victoria al ganar en 1940 un concurso musical de Radio Barcelona.

El concierto fue entrando y saliendo de la caja escénica, a veces en el proscenio, a veces haciendo pleno uso del escenario, otras empleando los telones-diafragma para encuadrar, ampliar o dirigir la atención. Un símil de la vida de la cantante de ópera, viajes, canciones, entradas y salidas. Al fondo, en ocasiones, se proyectaban imágenes cinematográficas de la vida cotidiana de Victoria de los Ángeles: posando para un retrato, paseando por París, visitando con su madre los jardines de Bayreuth, grabando a la familia con su propia cámara… La soprano Marina Viotti, uno de los elementos más rompedores de la gala, cambió de tercio con un espiritual negro, «Sometimes I feel like a motherless child», recordándonos una vez más lo variado que era el repertorio de Victoria De los Ángeles (la grabó en su disco de 1976 «Songs of Many Lands»).

Retorno de nuevo a los primeros años de Victoria, con su debut en el Palau de la Música en 1944, representado por «Damunt de tu les flors» de Mompou y Janés, a cargo de la soprano española Sabina Puértolas, una interpretación entregada, llena de fuerza y presencia, y con la carga de tristeza serena que marca la letra; y también su debut en el Liceu en 1945 con el que sería uno de sus grandes papeles, la Condesa de Almaviva de Las bodas de Fígaro de Mozart. Louise Alder entonó la cavatina con que se abre el segundo acto, «Porgi amor»: un precioso legato, fantástico el diálogo de la voz con la orquesta y potente en su fúnebre deseo de muerte.

El tramo final de esta primera parte del concierto nos llevó desde la consagración de Victoria en Ginebra a sus giras internacionales y sus años como estrella de la Metropolitan Opera House de Nueva York. Fue una sucesión de grandes momentos, unos «greatest hits» de las óperas más celebradas de la soprano a cargo de algunas de las mejores voces femeninas del mundo: la egipcia Fatma Said se coronó con un demoledor «Vivan los que ríen» de Manuel de Falla. La siguió la armenia Juliana Grigoryan enamorándonos de su Butterfly con «Un bel dì vedremo» de Puccini, pura esperanza y pura belleza, y con el kimono de Victoria. Marina Agresta le dio el paso al Otello de Verdi, con la lánguida secuencia del cuarto acto de Desdémona que une la «Canzone del salice» y el «Ave María». Interpretación majestuosa, ominosa a ratos y con un trabajo emocional muy matizado. Cambio absoluto de tercio entonces con la bulliciosa Marina Viotti, que se paseó por la platea y los aledaños del foso de la orquesta desgranando «Una voce poco fa» de El Barbero de Sevilla de Rossini. Divertidísima y demostrando con amplitud su vis cómico-lírica. Finalmente, la sensualidad y el carpe diem de la Manon de Massenet, apoderándose de Sabina Puértolas con una potencia y una altura vocal fenomenales, celebrando la vida, la juventud… y la lírica excepcional. Pirotecnia de la buena.

En comparación, la segunda parte del recital dejó el más difícil todavía a un lado y se centró en otros aspectos. Comenzó haciendo justicia a la orquesta y a la historia de Victoria de los Ángeles, y a su triunfo en Bayreuth en 1961 y 1962, pues a día de hoy sigue siendo la única soprano española que ha cantado en el Festival. Escuchamos pues la overtura íntegra del Tannhäuser de Richard Wagner, glorioso amanecer del amor, y paso seguido la gran Iréne Theorin se convirtió en Victoria para recitar «Dicht, teure Halle!», el arranque del segundo acto, a la vez elogio a los propios palacios de la música clásica.

Con una impresionante inteligencia escénica, la gala reunió entonces a tres de las artistas para evocar tres duros momentos de la vida de Victoria de los Ángeles a través de otras tantas arias: Joyce DiDonato expresó la infelicidad del matrimonio de la homenajeada con «Va! Laisse couler mes larmes» de Werther (Massenet); Juliana Grigoryan se deshizo en la ternura y el dolor que fue para Victoria la maternidad, con «Senza Mamma» de Suor Angelica (Puccini), con una línea delicadísima; y Sarah Connolly retrocedió hasta Henry Purcell para reivindicar el legado de semejante personaje, con «When I am Laid in Earth» de Dido y Eneas. Dificultad extra en todas las interpretaciones al cantar sentadas, pero pese a ello con un uso del diafragma magistral. Tres canciones, tres idiomas, tres voces diferentes, pero también tres mujeres que se apoyaban mutuamente en sus respectivos trances y preocupaciones.

Cambiando de nuevo la orquesta por el piano de Julius Drake, se hizo también homenaje a la faceta como cantante de lieds de Victoria (recordemos que en Barcelona se celebra cada año un festival de lied con su nombre, el LIFE Victoria): Fatma Said con el «Widmung» de Robert Schumann, dulce y sedoso; Sarah Connolly con la «Vergebliches Ständchen» de Brahms, una «serenata inútil» que la dama inglesa desgranó con picardía y soltura; y Louise Alder fluyó romántica, hermosamente con «Auf Flügeln des Gesanges» de Félix Mendelssohn.

Para acabar, dos regalos no por esperados menos disfrutados: el legendario dueto bufo de las dos gatas, de Rossini, que tanto le pedían a Victoria sus amigas de profesión, y que solo estaría en miaujores… perdón, mejores manos que las de DiDonato y Viotti si la propia homenajeada hubiera pisado el escenario. Y como colofón, el bis que más veces cantó Victoria de los Ángeles, de nuevo en manos de Viotti: la alegría, el descaro, la defensa de la independencia femenina del «Près des Remparts de Seville» de la Carmen de Bizet. En grandes términos eso fue también esta velada, no solo el homenaje a la vida y la obra de Victoria sino a la mujer y a la artista en todas sus prismáticas facetas, a la vitalidad, a la sororidad. Un legado, una huella y una pasión que permanecen 100 años después.

Crítica realizada por Marcos Muñoz

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