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20.07.2019 Críticas  
Las pulsiones que conducen nuestra existencia

La Perla 29 se despide de la temporada con un montaje impecable de una de las obras menos representadas de J.B Priestley. Sergi Belbel se reúne con un equipo de habituales que, en Això ja ho he viscut, demuestran un entendimiento absoluto. Seis intérpretes de excepción se convierten en los mejores anfitriones (y huéspedes) posibles del universo del británico.

La pieza que nos ocupa podríamos incluirla como uno de los dramas psicológicos y expresionistas del autor. La minuciosa traducción de Martí Gallén y la delicada y prolija labor del director consiguen inmiscuirnos en el corazón de la obra y de los personajes trasladando sus porqués a los nuestros mucho más allá de la trama en la que los conocemos. Ambos (y, por extensión, los intérpretes) han sabido captar y aprovechar exponencialmente la oportunidad que el autor ofrece al distorsionar el tiempo como base de un drama de misterio con connotaciones morales, que no moralistas. Con esta premisa, el argumento cobra sentido mucho más allá de la excusa. Ver el tiempo como algo intangible e irrevocable pero que al mismo tiempo nos ofrece la posibilidad de volver a empezar ante el miedo de la ruina transversal e indiscriminada es algo tan emocionante como exquisitamente plasmado por todos los involucrados en este proyecto.

Se presta una amorosa atención a la superestructura filosófica del texto y al mismo tiempo se consigue mantener un ritmo que nos captura y nos deja prácticamente en suspenso, alejándonos de cualquier atisbo de rigidez entre y durante las escenas. Los diálogos suenan creíbles y verosímiles y, poco a poco, nos introducen en esta buscada atmósfera entre Agatha Christie, Alfred Hitchcock y David Lynch. Una opción que se desarrolla de un modo completamente integrado y favorable hacia los requerimientos de la pieza y la evolución de los personajes. Momentos más oníricos para reforzar las connotaciones de una intriga que es inquietante porque de algún modo refleja en la ficción un hastío interior con el que empatizamos de principio a fin. Una intriga que intuimos y de la que participamos pero que nunca descifraremos del todo, ya que sabremos lo mismo que los personajes. También es cierto que la decisión de mantener la época original del texto sin explicitarla en exceso resulta un gran acierto. Estamos hablando de ciclos temporales. La posibilidad de echar la vista atrás desde nuestro hoy y comprobar lo ecuménico del conjunto, es algo que engrandece al original y, al mismo tiempo, lo universaliza. Quizá el contexto sea otro, pero no la necesidad de escapar de la angustia vital que nos embarga.

Una trama complicada en exceso o una dirección imprecisa podrían hacer zozobrar el conjunto. Aquí no solo es al contrario sino que se consigue una auténtica filigrana. Y es que, mientras sucede, el tiempo de la representación se concatena con el nuestro interno y la magia de la función se convierte en una realidad, llevándonos prácticamente a la sensación de déjà vu evocada en el título. La escenografía de Max Glaenzel aprovecha como nunca las posibilidades del espacio de la Biblioteca. Lo que sucede dentro y fuera del campo ocular también evoca y juega de algún modo con el tiempo, en este caso, de nuestra visión antes de ser procesado por nuestro intelecto. Se consigue que imaginemos estancias interiores y espacios exteriores con aparente facilidad, gracias también a la fantástica iluminación de Kiko Planas. Sin duda, uno de los momentos más importantes del montaje y donde todo parece cobrar sentido en forma de conexión interestelar entre personajes, intérpretes y espectadores se materializa gracias a su trabajo, incluyéndonos una vez más. El vestuario de Nina Pawloswsky, así como la caracterización de Helena Fenoy y Marta Ferrer, consigue dotar a cada personaje de un carácter propio, connotando además clase. Algunas piezas, como las que viste el personaje de Janet, juegan también con la estética misteriosa y hitchcockiana de un modo similar al que conseguía Saul Bass con sus carteles cinematográficos.

En este contexto, el sonido de Jordi Bonet se convierte en uno más de los protagonistas. Efectos incontables que no funcionan por acumulación sino, precisamente, porque sitúan el arte dramático como muestra inaudita de esta temporalidad en la que unas personas se ven obligadas a representar una y otra vez las mismas acciones y personajes, valiéndose de todos los «artificios» que tienen sentido en una puesta en escena para conseguir crear y mantener la sensación de realidad y verosimilitud tan necesarias en este tipo de propuestas. Míriam Alamany, Jordi Banacolocha, Roc Esquius, Carles Martínez, Lluís Soler y Sílvia Bel. Esta última consigue desarrollar la magnitud de todo lo que le sucede a Janet a partir de la intensidad de la expresión de todos los sentimientos y sensaciones (internas y no) de su personaje. Una convicción de palabras, gestos y semblante que nos regala una gran velada teatral y en la que aúna todos los registros dramáticos aprendidos y alcanzados obra a obra hasta llegar hasta aquí. A su vez, cada uno insufla vida propia a su personaje y, juntos, elevan la propuesta a cotas altísimas. El juego escénico y la escucha que establecen entre los seis es digno de admirar. Réplicas y pies que configuran un tejido tan hermoso como eficiente y matizado. Grandes escenas y momentos individuales que siempre aportan y engrandecen el resultado conjunto.

Finalmente, nos encontramos ante un trabajo colectivo tan complejo y minucioso en su ejecución como pulcra y fructífera es su recepción. No dejará de sorprendernos la habilidad del autor (de nuevo, muy bien recogida por el traductor) para recrear y caracterizar situaciones, personajes y entornos reconocibles o domésticos y envolverlos desde un primer momento en un halo de misterio y aparente estupor. Un desconcierto que en las virtuosas manos de estos intérpretes se convierte en una flecha, potente y poderosa, para urdir con un hilo invisible toda la carga alegórica y psicológica de la pieza junto a nuestra experiencia vital. De este modo, se ofrecen soluciones o posibilidades de escape y superación de todas aquellas situaciones que convierten a cada espectador anónimo en persona individual y, por tanto influenciable y enajenable por el contexto y conocimiento del mundo que le rodea. Miedos y fantasías que, como diría el Dr. Görtler, «puede que sean importantes porque pertenecen a una realidad más profunda, como cuando estamos dentro de un teatro y oímos, fuera, el ruido difuso de la ciudad».

Crítica realizada por Fernando Solla

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