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15.03.2018 Críticas  
Un gran clásico tras el velo

20 años hacía que la inmortal obra de Giuseppe Verdi no subía a las tablas del Teatro Real. Se recupera en esta ocasión el espectacular montaje de 1998, con algunas variaciones técnicas y con un elenco de lujo. Si bien la grandeza de Aida es indiscutible, algo ha envejecido mal en la propuesta, y las proyecciones no ayudan a que la enormidad traspase el escenario.

Lleva el Teatro Real una temporada impecable, dando gratas sorpresas a los espectadores, programando títulos contemporáneos de gran calidad. Llega ahora el momento de recuperar uno de los títulos operísticos por antonomasia, Aida. La composición de Verdi, estrenada en la ópera de El Cairo allá por 1871 ha traspasado épocas y generaciones. Sus coros son parte de la historia de la ópera. Es imposible desligar Aida de la historia de la música. Aida es una ópera fastuosa, con largos fragmentos musicales, con un despliegue del coro que no suele repetirse en otras óperas. Ambientada en el majestuoso imperio egipcio, entre pirámides, obeliscos, cientos de esclavos y sacerdotes. Cuatro protagonistas cuentan la historia de la esclava etíope Aida, de la que está perdidamente enamorado Radamès, Aida es la esclava de Amneris, hija del faraón y enamorada de Radamès. Los celos ya están servidos. Las suspicacias de Amneris y el ciego amor llevaran al desenlace. Todo esto contado entre melodías inmortales, con un elenco de lujo para esta nueva producción del Teatro Real.

Contar con Violeta Urmana como Amneris, Liudmyla Monartyska como Aida, y al gran Gregory Kunde como Radamès es ya de por si un motivo más que suficiente para acercarse al Real a disfrutar de su buen hacer. El silencio es casi absoluto en muchas de sus escenas juntos. Aida, en voz de estos portentos es un placer casi inigualable. La fuerza del coro es como siempre en el Real un lujo (que buen coro, y que bien dirigido siempre). Fastuosidad en medios y recurso sobre el escenario. 300 personas, entre cantantes, bailarines y figurantes pueblan el inmenso escenario del Real. La maquinaria del teatro funcionando a toda máquina para que esta inmensidad de ópera se mantenga a flote.

La escenografía, inspirada en aquella mastodóntica de hace veinte años, sigue siendo fastuosa. Ahora bien, utilizando las nuevas técnicas se usa y abusa de proyecciones, que en un intento de añadir profundidad a las escenas, provocan que toda la última parte de la ópera, una gasa transparente este entre el público y los cantantes. Cierto es que a nivel visual no impide nada, pero algo falla en ese exceso de proyecciones que no aportan mucho más a todo el conjunto. Los movimientos escénicos parecen no haberse adaptado a los nuevos tiempos, todo el conjunto, más allá de su espectacularidad, se queda en un tono anticuado.

Quizá la expectación por ver Aida en el Real después de 20 años, juega en contra. Quizá la perfección de los títulos que han precedido este montaje en esta impecable temporada pese demasiado ante esta propuesta que sigue los cánones del más estricto clasicismo operístico. Aun así, Aida, como título inmortal, merece acercarse a escuchar las eternas melodías y viajar al esplendor del imperio egipcio.

Crítica realizada por Moisés C. Alabau

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