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07.11.2017 Críticas  
La poética emotiva de los movimientos corporales

El Gran Teatre del Liceu recibe a Le Ballet du Grand Théâtre de Genève y la emoción hecha movimiento lo embarga todo. Romeu i Julieta es mucho más que una coreografía muy valiosa. Nos encontramos ante una creación que capta toda la complejidad del ballet de Serguei Prokófiev y que, a la vez, se convierte en una inmensa adaptación del original de William Shakespeare.

Prokófiev escribió dos suites para orquesta sinfónica en siete movimientos a las que, posteriormente, añadió una tercera. La variedad rítmica sobre una melodía clarividente esconde una gran dificultad para traducirse en movimientos, algo que no ha impedido que Joëlle Bouvier nos obsequie con una coreografía exorbitante. Un trabajo que contiene dulzura y furia en dosis extremas, ruptura de movimientos y elevaciones y que consigue mantenernos en vilo desde la primera escena o movimiento. Resumiendo la historia en los cuatro protagonistas principales nos encontramos ante la que posiblemente sea la mejor adaptación del original shakespeariano de todas las que se hayan podido ver en los últimos años.

La escenografía e iluminación de Rémi Nicolas y Jacqueline Bosson abraza y circunscribe el espacio sobre el que danzarán los interpretes con una suerte de plataforma oblicua en forma de media luna. Progresivamente, esta figura se irá integrando en la acción y la coreografía hasta llegar a un final descorazonador. El vestuario de Philippe Combeau y la misma Bouvier, muestra tanto lo atemporal como universal de la visión de la coreógrafa. El cromatismo será progresivo y narrativamente muy útil. Romeu i Julieta mantiene la estructura de flashback del original. De este modo, la compañía vestirá de negro en el funesto principio para modificar su indumentaria con distintos colores en función de cada personaje. Sin querer delimitar demasiado a los personajes con las piezas (para eso estarán los movimientos) la función estética también se cumple con eficacia, adecuación y gusto.

Una coreografía que sigue una máxima que se suele atribuir al lenguaje y que integra perfectamente a música, cuerpos y movimiento. Cuando los personajes no pueden seguir hablando, en este caso danzando, se expresan a través de la música y, cuando ni así puedan, pararán progresivamente hasta marcar su última movimiento y quedar inertes. Una entrada emocionante que se ve casi como una ronda de muerte, un “baile de los caballeros” que capta lo siniestro de la partitura, unos momentos íntimos entre la pareja titular cuya sensibilidad no se puede describir con palabras… Y un primer encuentro precedido por la elevación con arneses de una enorme e inmaculada sábana blanca y bajo la que aparece la protagonista. Imágenes y movimientos inolvidables cuya potencia nos subyuga y emociona. Sin efectismos gratuitos. La solución de vestuario e iluminación para mostrar la desnudez de los cuerpos es también, sublime, ya que el desvestimiento o desabrigo será también interior. La introducción susurrada supone también un gran acierto.

Bouvier ha aprovechado la posibilidad de trabajar con la Orquestra Simfònica del Gran Teatre del Liceu que, bajo la batuta de Manuel Coves, interpreta el legado de Prokófiev con todo el vigor y tensión necesarios. Esto ha sido muy útil también para los bailarines. La compañía al completo realiza un trabajo excepcional. La división entre las dos familias se muestra a través de pequeñas asincronías en la coreografía que todos saben plasmar perfectamente. Mención especial para el Mercutio de Geoffrey Van Dyck, que capta toda la altanería de su personaje sin caer en la arrogancia. Su pelea con el apoteósico Teobaldo de Armando González Besa es uno de los momentos álgidos del ballet. Todavía más la de Teobaldo con Romeo. Es muy complejo convertir en danza una pelea, ya que las agresiones deben mostrarse a través del contacto físico y el baile entre dos. El acompañamiento que realizan el uno del otro es tan emotivo como excelentemente ejecutado.

Lo mismo sucede con el Romeo de Nahuel Vega y la Julieta de Sara Shigenari, pero a la inversa. Cuerpos que se desean con ardor y delicadeza y que se lanzan el uno hacia el del otro para mantenerse suspendidos entre sí. Las aproximaciones de ambos son tan verosímiles como apasionadas. Su trabajo en la escena inicial es sublime ya que, gracias a su talento para marcar y alegorizar movimientos, parecerán volver a la vida ante nuestros ojos. Convierten en movimiento incluso el deceso de sus cuerpos de una manera implosiva y que provoca un fuerte impacto en el espectador. Sus momentos conjuntos son puro oro, pero es que los solos de Shigenari se tornan antológicos. Ambos captan y transmiten la esencia de los personajes que creó Shakespeare de un modo que hasta ahora parecía inconcebible.

Finalmente, Bouvier ha conseguido imprimir una mirada tan contemporánea como universal a Romeu i Julieta. Hay en su propuesta algunas imágenes coreográficas (especialmente las de las muertes de los cuatro personajes protagonistas) que se instalan en nuestro corazón de manera imborrable. Una efusividad y una perseverancia poética y romántica que casan perfectamente con la partitura de Prokófiev y que nos regalan una gran velada de danza. La posibilidad de disfrutar de Le Ballet du Grand Théâtre de Genève es, sin duda, uno de los platos fuertes de la temporada.

Crítica realizada por Fernando Solla

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