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17.11.2016 Críticas  
La vulgaridad de la erudición

El Teatre Romea sube a sus tablas un texto del escritor y periodista mexicano Juan Villoro. Un heterogéneo quinteto de intérpretes se pone a las órdenes de Antonio Castro para descubrir al público una puesta en escena mucho más accesible de lo que puede parecer la premisa argumental en primera instancia.

Entre el lugar común y el disparate. En este terreno nos sitúan Villoro y Castro. Hasta aquí nos movemos en una parcela más o menos reconocible para los más allegados a la comedia situacional. Un formato que adoptado por la temática, tono y estilo del tándem de dos nombrados más arriba, hace de la contraposición entre entornos un canto a la tolerancia y a la humanización de los sectores más eruditos de la élite intelectual.

Entre lo profesional y lo familiar de la vida de un filósofo, el autor nos presenta a “el” profesor y a Clara, su esposa. Los excesos y debilidades de la pareja se nos mostrarán a través de un juego de posesión-sumisión y fingimiento de parálisis física. Todo esto tendrá su contrapunto ideal y de pensamiento. El razonamiento no siempre puede ante el sentimiento. El filósofo dejará de ser crítico con el mundo que le rodea y empezará a serlo de sí mismo. Para ello, será imprescindible la confrontación con el Pato Bermúdez (compañero disciplinar que ha optado por claudicar ante el poder dominante), Jacinto (el chófer del protagonista) y Pilar (su sobrina). Mario Gas, Rosa Renom, Ricardo Moya, Jordi Andújar y Meritxell Calvo dan vida a los cinco personajes, respectivamente.

La escenografía de Sebastià Brossa viste el espacio del Romea en su totalidad y facilita con agilidad los cambios de ambiente con una elegancia y sobriedad que no pasa desapercibida pero que facilita el desarrollo de la acción (manifiesta y latente) sin más distracciones que las estrictamente necesarias. El dentro y fuera de escena se recreará en la mente del espectador convirtiéndose en símil de lo que se dice y lo que realmente se quiere significar, requerimiento perenne durante toda la función. La caracterización de Toni Santos, así como la figuración de Míriam Compte se convierten en los principales aliados de los intérpretes, especialmente de Gas, que se pasa la mayoría de la función en silla de ruedas. Su trabajo corporal resulta tan eficaz como adecuado y preciso.

Lo mismo con su capacidad para decir el texto y para acallarlo, manifestando toda su significación explícita e implícita. Una de sus mejores interpretaciones en años, no cabe duda. Moya, Andújar y Calvo se esfuerzan en crear de un mundo propio para sus personajes, superando lo anecdótico o funcional de su presencia en el libreto. Muy buen trabajo el de los tres. En esta ocasión, Rosa Renom se convierte, con permiso del filósofo titular, en la reina de la función. La dicción perfecta, la gestualidad, disparatada cuando se necesita y contenida cuando la situación así lo requiere. Intachable. La generosidad de matices y recursos parece no conocer límites expresivos y empáticos tanto hacia su personaje, como a sus compañeros y al público. Es ella la que nos hace entrar en el juego propuesto por el autor, pasando del extrañamiento inicial a la complicidad y comicidad con las que paulatinamente nos subyuga, del mismo modo como en la ficción que sucede en el escenario.

Finalmente, hay que destacar de nuevo la labor de los cinco intérpretes, especialmente de la pareja protagonista. La avenencia y afinidad de Gas y Renom resulta el eslabón imprescindible para que esta propuesta dramatúrgica llegue a buen puerto. Un trabajo que, sumado al del resto de departamentos técnicos y artísticos, convierte a EL FILÓSOFO DECLARA en un espectáculo que debe verse y disfrutarse con la misma curiosidad y humanidad como la que recibimos desde el escenario.

Crítica realizada por Fernando Solla

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