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14.10.2022 Críticas  
Don Ramón no está muerto. Está de parranda

Lucia Miranda versiona y dirige La cabeza del dragón en el Teatro María Guerrero de Madrid, ofreciéndonos un homenaje a Valle-Inclán en un montaje vibrante con un potente lenguaje escénico en el que brilla lo más ácido del escritor gallego.

Valle-Inclán escribió La cabeza del dragón para el teatro de los niños de Jacinto Benavente y ya en su estreno la obra fue considerada poco apropiada para el público infantil. A pesar de ser formalmente una historia de dragones y princesas esconde una farsa crítica en la que la ironía, la acidez y la iconoclastia, propias del Marqués de Bradomín, denuncian los males de su época que siguen siendo aplicables al presente.

La versión que nos propone Lucía Miranda utiliza el cuento tradicional como un mero subterfugio para permitir que el mensaje adulto florezca y cristalice en un relato en el que el humor y la ironía se luzcan en un espectáculo de gran impacto escénico.

La directora ha sabido explotar no solos los recursos que ofrece una producción del CDN si no también las posibilidades físicas que el propio Teatro María Guerrero le brinda. Así el movimiento escénico que ha diseñado desborda los límites tradiciones e invade, más bien se desparrama, la platea y hasta ocho palcos. La acción, que es vertiginosa en todo momento, rodea al espectador haciéndole sentir completamente sumergido en la función. Nuestra mirada en algunos momentos de absoluta explosión se siente felizmente perdida ante tantos estímulos visuales y sonoros. La directora, honra el origen del texto, y nos ofrece una oportunidad para sorprendernos con auténtica alegría infantil. Con nuestra capacidad de asimilación saturada nos dejamos simplemente ir para disfrutar sin objeciones en un viaje onírico.

Por otro lado la escenografía que ha ideado Alessio Meloni con la propuesta de Miranda crea un universo colorido, con brillos de purpurina y gran potencia visual. La magia infantil de este cuento de dragones, se desborda en este punto. Lucía Miranda describe su propuesta como wagneriana, cinematográfica y anacrónica. Honradamente creo que fue muy conservadora en la definición. Este montaje es felliniano, cabaretero, festivo y carnavalesco. Una invitación a reír y dejarse sorprender, pero también a acuchillar conciencias desde la afilada ironía.

La iconoclastia no acaba solo en el diseño escenográfico. Miranda plantea una suerte de episodios musicales, en los que se suceden géneros como el flamenco interpretado por un duende con mucho duende, rancheras, pasacalles y actuaciones mordaces con guiños a princesas Disney o bufones con ukele.

Y todo esto, por si fuera poco se sostiene por un elenco de once actores Francesc Aparicio, Ares B. Fernández, Carmen Escudero, María Gálvez, Carlos González, Marina Moltó, Juan Paños, Chelís Quinzá, Marta Ruiz, Víctor Sáinz Ramírez y Clara Sans, que mantienen una tensión trepidante durante toda la función e interpretan, doblan y cantan casi una veintena de personajes. Todos sin excepción muestran una dosis inmensa de talento pero quizá por lo inesperado en sus papeles sorprenden y merecen cita propia Juan Paños como un soberbio bufón, Chelís Quinza que como ciego y rey Micomicón honra la sorna del autor gallego, Carlos González que en su primera incursión en el teatro profesional demuestra tener magnetismo propio y arranca el aplauso espontáneo tras su intervención musical y finalmente Ares B. Fernández que, como príncipe Verdemar logra arranca de un personaje aparentemente plano un gran variedad de matices.

Esta versión de La cabeza de dragón es valiente, delirante, extravagante y llena de talento. Es una propuesta lúdica, a ratos desquiciada y reflexiva que respeta, moderniza y honra a su autor.

No sé qué habría pensado Valle-Inclán de este montaje. Sospecho que en el fondo habría aprobado este humor efervescente de colorido chillón que distorsiona la realidad para dejarnos en un absurdo desinhibido pero sazonado de crítica a la corrupción y el tradicionalismo. Habría agradecido del homenaje irreverente e indisimulado a su persona que culmina con ecos de paso de Semana Santa y ceremonia litúrgica, con pasacalles, tubas y trombones. Don Ramón es autor, espectador y protagonista de este montaje. Viéndole sentado en el proscenio entre sus actores al concluir la obra no tengo dudas de que habría disfrutado tanto como lo hacemos nosotros, que satisfechos y con la mandíbula desencajada entre la sorpresa y la risa, aplaudimos puestos en pie.

Crítica realizada por Diana Rivera

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