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23.04.2021 Críticas  
La catarsis de la vida

Tras el gran éxito cosechado en su gira y sus diversas paradas en el Teatro Pavón Kamikaze de Madrid; Las Canciones, de Pablo Messiez, recaba por fin en el Teatre Lliure de Barcelona para realizar un total de cuatro funciones. Con las entradas totalmente agotadas, la ciudad condal se prepara para una obra en la que poner el alma y el oído.

Es el cumpleaños de Irina (Mikele Urroz) y sus hermanas Olga (Rebeca Hernando), Iván (Íñigo Rodríguez-Claro) y sus respectivas parejas, Miguel (Jose Juan Rodríguez) y Natalia (Carlota Gaviño), están escuchando Las Canciones, mientras esperan la llegada de un coro que no llega, y de unos músicos, Juan y Joan (Javier Ballesteros y Joan Solé), a quienes no se les espera. La “caja de música” que les acoge, marcará el ritmo de ese día, donde, como una canción, empieza y acaba, pero ninguno será el mismo.

Hoy, tras haber digerido una función catártica como ninguna otra, aún siento esa emoción que sentí anoche en la butaca del Teatre Lliure de Barcelona. Una emoción en parte contenida que necesito volver a sacar de mi interior (Alexa, reproduce música) y que hacía tiempo que no removía mi persona.

Las Canciones de Pablo Messiez no es solo una obra teatral. Es un acto de celebración. La celebración de la música, de su escucha, de los sentimientos que esta nos transmite. Una celebración de la vida.

La música siempre ha sido una vía de escape para muchos de nosotros. Nos ayuda a canalizar los sentimientos, a sentir lo que a veces no comprendemos. Un gancho de derecha en nuestra psique que hace aflorar un sentimiento escondido.
Para estos tres hermanos y sus respectivas parejas, la música es su droga. Una droga dura que mezclada con vodka les ayuda a escapar del mundo real. A evadirse de lo que su padre, creador de míticas canciones que nunca escuchan, hizo antes que su vida finalizara. La música borra su vergüenza grabada a fuego para adentrarse en una experiencia mística. Ellos rastrean la esencia de la canción. Una vez la localizan, la canalizan para que aflore una emoción espontánea que, en algunos casos, puede ser buena pero que, en otros, puede herirles en contra. Aun así, esta es su forma de vivir. Una catarsis personal y necesaria con la que purgar.

En Las Canciones, Pablo Messiez pide un acto de fe. A sus actores y a su público. Esta religión que profesan se basa en la escucha; es necesario escuchar. Es gracioso que intrínsecamente se pida eso a unos personajes faltos de empatía que solo se permiten sentir en el acto de la escucha. Aquí no se canta, aquí se escucha. Aquí se siente. Aquí, sencillamente, se vive.

Si bien la base de la dramaturgia de Messiez son las obras de Chéjov, ésta está llena de pinceladas y textos de otros autores e intérpretes (Rilke, Jonh Cage… e incluso Rocío Jurado o Enrique Iglesias) cuyas frases sentencian ideas innegables. Ideas que ayudan a entender un poco más la historia de esta atípica y extraña familia de la que, pese a todo, formaríamos (y formamos) parte en todo momento.

El trabajo actoral que disfrutamos (y digo disfrutamos porque no hay una palabra que lo exprese mejor) es soberbio y mágico. Junto al ritmo demoníaco que Messiez inflige en la obra, todas y cada una de las palabras, gestos y miradas hacen que al público se le remueva algo por dentro. Comprendemos y, aunque no entendemos las razones (algunas no se desarrollan en escena), empatizamos perfectamente con ellos. Tanto que no dudamos en levantarnos de la butaca y bailar durante esa «necesaria» pausa de 15 minutos bañadas con la voz de Nina Simone en su versión del My Sweet Lord de George Harrison. Un inicio de escena que se nos hace raro al principio (Miguel nos anunciaba esa necesidad al inicio de función y no lo entendíamos. Ahora ya sí) pero que, minutos después, enloquece al público y lo eleva de sus butacas.
En ese momento, si hubiese podido, yo mismo hubiese sido Miguel (Jose Juan Rodríguez) y, como si no hubiese un mañana, me recorrería la totalidad del escenario del Teatre Lliure.

En la parte técnica, destacar la magnífica escenografía y vestuario de Alejandro Andújar que calza perfectamente en la historia. Desde esa «caja mágica» negra convertible en un fantástico espacio acústico que «precisa» escuchar música hasta ese vestuario que nos muestra la psicología del personaje y que, a su vez, rompe con el estereotipo que le hemos regalado desde un inicio.
Destacar también la iluminación de Paloma Parra que si, de como una genialidad se tratara, da vida a un nuevo personaje que nos adentra en la psicología del personaje y de la escena. Fantásticos recortes en momentos puntuales que anuncian lo que viene y esos cambios de graduación cromática que nos conmueven.
No puedo dejar esta crítica sin hablar de la coreografía de Lucas Condró. Ese movimiento ideado al personaje hace que nos sintamos aun más cerca de ellos. Iniciando la obra con esos pequeños gestos que engrandecen al paso que la música avanza, nos damos cuenta que la coreografía formará gran parte de la obra. Dejando de lado la coreografía final, el movimiento orgánico que cada personaje crea en sus escuchas es sencillamente hipnótico.
Por último, alabar el importante y necesario trabajo sonoro de Joan Solé (uno de los actores que dan vida a los músicos), que crea un diseño inigualable que nos incluye dentro de la escena llenando de canciones las butacas del teatro e invitándonos a participar en una catarsis colectiva.

Las Canciones es una obra teatral sin igual que nos remueve por dentro y nos cambia la percepción. En ocasiones, hay que dejarse llevar y curarse. Sencillamente, bravo por el equipo actoral, bravo por el equipo técnico y bravo por la dirección de Messiez que, de nuevo, se supera para consagrarse como gran director de actoral bajo una obra de lucimiento sin igual.

Crítica realizada por Norman Marsà

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