El Escenari Joan Brossa sube a la Sala Palau i Fabre un texto poético y profundo de Anna Maria Ricart. Flors carnívores propone el aislamiento para dar rienda suelta a la imaginación y así huir de una realidad, cambiarla o reconducirla. Marc Chornet dirige una propuesta a contracorriente en la que se establece un potente y sugestivo juego entre las tres actrices.
Un poema en prosa. Spleen. Melancolía, aburrimiento y hastío por adentrarse en un mundo adulto configurado a partir de unos constructos que han instaurado otros. Ellos. Resulta muy interesante el tratamiento y la confrontación entre lo femenino y lo masculino. Mujeres interpretando, incluso intentado comprender una actitud semejante a la de los hombres que las rodean. A día de hoy, si buscamos en un diccionario de sinónimos y antónimos, todavía se nos presentan los géneros como figuras opuestas. ¿Qué función o reflejo propone pues el lenguaje, es decir, nuestra manera de visibilizar o convertir en algo real o tangible lo más intrínseco?
No hace falta volver a Baudelaire ni al Romanticismo literario en lo formal, pero sí a esa especie de distanciamiento que provoca un efecto que va del extrañamiento inicial del espectador hasta su participación en este esparcimiento tan agreste como su título indica. ¿Por qué las mujeres van en grupo al servicio? ¿De qué hablan? ¿De qué creen los hombres que hablan? ¿Qué piensan ellas que les pasa por la cabeza a ellos cuando piensan en ello? Con semejante presentación poco podemos imaginar lo que nos espera. El espacio elegido aporta una estética y una atmósfera ideal para lo que ahí sucede. El lugar podría ser un sótano, pero tanto o más simbólico es pensar en la ubicación como la puesta en común y la repulsión que provoca en nuestras anfitrionas cualquier tipo de respuesta hacia las preguntas planteadas más arriba. Un asfixiante cuarto de baño donde vaciar y escenificar todo su estupor, hartazgo y renuncia.
Un poema escénico, sí. Se hablará de vino y de flores, pero el uso y la intención huyen de cualquier idea preconcebida que podamos tener. Realmente, disfrutaremos en mayor o menor medida del espectáculo cuando antes aceptemos y participemos de las reglas del juego. Ricart y Chornet (también Albert Julve) se entienden muy bien y todavía se alinean mejor para plasmar los requerimientos de la propuesta. En combinación con las paredes rojas de la sala, tanto la localización del público en dos gradas como la escenografía e iluminación consiguen crear una atmósfera inmersiva y turbadora. Hay algo litúrgico, un ritual alrededor de la mesa, las sillas y el menaje. Las actrices entrarán en escena y nosotros ya estaremos ahí, como escondidos detrás de la cortina escarlata de David Lynch.
Sin embargo, el vestuario y caracterización bien podría recordar al de las protagonistas de Heathers (aquí Escuela de jóvenes asesinos). No queremos decir que el ritmo o la inspiración sean cinematográficos ya que, aquí y de nuevo, la escenificación es eminentemente teatral. Lo que sí sorprende, es cómo se afrontan los temas e inquietudes de las protagonistas. No desde el fustigamiento autoinfligido o el escarnio más o menos voluntario de, por ejemplo, la televisiva Euphoria. Hay renuncia, pero, por encima de todo, posibilidad y voluntad de cambio. Esto no se suele dar en nuestra cartelera teatral. Ni tampoco encontramos propuestas que de un modo tan universal se centren en mostrar los problemas e inquietudes de este sector de la sociedad. Teatro que habla, trata y muestra a los adolescentes como lo que son: personas con recorrido vital. El suyo. Hasta ahora y lo, más importante, a partir de aquí.
Cristina López, Mariona Blanco e Ivet Zamora son las encargadas de preparar y servir(nos) esta particular cena. No aceptarán ser las damas del poema que dio nombre al movimiento literario del siglo XIX del que hemos hablado. Spleen también es bazo y las tres se encargan de desatar el nudo en el estómago que provoca su estado y expresar las palabras dotándolas del sentido e intención que creemos descubrir al mismo tiempo que las dicen. Expresividad también en los gestos y la mirada y, a la vez, impavidez aparente. Muy intuitivas las tres y muy delicado su trabajo, ya que interpretar la incertidumbre e inseguridad con tanta verosimilitud no es tarea sencilla. A su vez, cada una dota de una personalidad más o menos definida a su personaje. López será la anfitriona e instigadora y la que más persuade con su mirada a sus convidadas. Blanco, en cambio, la aparentemente más ingenua y quebradiza y Zamora la más despreocupada, espontánea y desenvuelta. Juntas se lanzan al juego con valentía, sensibilidad y autenticidad. Algo, que teniendo en cuenta el lenguaje interno imperante, es más que meritorio.
Finalmente, Flors carnívores nos enfrenta de un modo tan particular e instintivo como a momentos desasosegante y perturbador a las preguntas ¿quién soy yo? y ¿quién quiero ser? Situarlas en un contexto adolescente y con este enfoque supone una defensa valiente y arriesgada del poderoso efecto revulsivo que ofrecen las artes escénicas hacia la negativa de introducirse en un mundo del que no se quiere formar parte de ninguna de las maneras. Combatirlo desde el pacto en que se convierte la representación y con la palabra como arma que connota acciones aunque no necesariamente las ejecuta más allá del símbolo o la imagen creada para esta función, sitúa el arte dramático en ese lugar prioritario que, aunque a veces lo olvidamos, ocupa y debe seguir liderando.
Crítica realizada por Fernando Solla