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24.12.2018 Críticas  
Un rincón en la brisa (o cuando estuvimos juntos)

Sensibilidad y discernimiento. El Maldà nos regala una velada en la que los universos de Walt Whitman y Federico García Lorca se unen gracias al tándem formado por Joan Vázquez, Gerard Alonso y Victor Álvaro. Ciutat de gespa es un espectáculo musical que se transforma en una muestra impresionante y arrebatadora, luminosa y dolorosa, de poesía escénica.

Esto se convierte en una realidad gracias a la entrega, necesidad y desnudez de todos los implicados en una propuesta tan insólita como inspirada, recóndita y apasionada. Encontramos a dos personajes muy identificados, el niño que pregunta y el hombre que descubre. Canciones que son las prolongaciones de las conversaciones, de los devaneos internos, de lo no dicho y precisamente, más importante. El hombre que es Whitman y Lorca. El segundo que se descubre en un ambiente que le resulta hostil gracias al primero. ¿Qué son 75 años? ¿Qué son 78 más cuando de lo que se trata es de algo tan íntimo como nuestra sexualidad? Hoy, en 1940 o en 1855. Estamos hablando de Poeta en Nueva York y de Leaves of Grass. De una alineación preciosa y magnífica a partir de lo que unía a los dos artistas. En lo íntimo pero también en lo estilístico. Un musical en el que la manifestación poética será a partir de las canciones (letra y música).

Whitman dedicó su vida a su obra y siguió revisándola incesantemente. Cantos a sí mismo, a lo que denominó como cuerpo eléctrico, a la cuna que se mecía de manera perenne… 12 poemas iniciales que terminaron contándose por centenas. Conexiones que celebraban una filosofía de vida propia y humanista. Algo sensorial, alabanzas en primera persona. Una exaltación romántica del cuerpo y que buscaba manifestarse, extenderse y propagarse. Una fisicidad no exenta de espiritualidad y que encontraba en la mente humana y en los designios del intelecto la verdadera naturaleza de su poesía. Lorca huía de la opresión que sentía a través de sus obras. En esta ocasión se trasladó a Nueva York para impartir unas conferencias. Reveses sentimentales y dilemas intrínsecos, especialmente hacia su sexualidad. Depresión. Una profunda animadversión hacia el capitalismo y la deshumanización moderna. Todo esto lo reflejó a través de lo que puede considerarse una crítica poética, reflexiva y desesperanzada. También hacia la segregación racial. Surrealismo que canalizaba lo social, lo artístico y lo moral. Preeminencia de sustantivos de los que explotaba todo su simbolismo y adjetivos utilizados para unir ideas no necesariamente lógicas y que contraponían realidad y fantasía, siempre a través de una potente fatalidad.

Casi nada. Todo esto lo han absorbido las letras de Vázquez y la música de Alonso, empastadas de un modo extraordinario. Distintos estilos musicales dotados de una unidad férrea y que se desarrolla a través de un lenguaje interno que crece segundo a segundo. En intensidad y en alcance. Piano (Alonso) clarinete y saxo (Albert Abad) que conviven con la voz hasta convertirse también en protagonistas. ¡Y qué voz! Una sonorización perfecta y precisa apoya una vocalización totalmente adscrita al ensimismamiento del estado interior que se describe. Del estallido a través de la consumación. La entrega del intérprete es total, también en lo físico. Asumiendo además las delicadas y hermosísimas coreografías de Bealia Guerra que convierten en danza hasta la caricia más oculta y furtiva. Lo que consigue Vázquez es una auténtica proeza.

Como letrista y como intérprete. Logra transmutarse y definir una personalidad y una naturaleza propia para cada figura hasta conseguir una suerte de consumación a través de su desempeño y escenificar su estado anímico y físico. Una cópula perfecta en la que el espectador también participa y se libera. Con él. Con ellos. Somos conscientes de que estamos presenciando algo único, que nos seduce y nos eleva de principio a fin. Una observación absorta y participante al mismo tiempo que nos toca tan profundamente como a los protagonistas y a la que nos entregamos de un modo similar y alegórico al de la rendición de la voluntad y el cuerpo que supone el acto sexual. Como él. Con él. Un intérprete que parece encontrarse en un constante punto álgido de su plenitud artística y que convierte su labor en un auténtico poema escénico. Tributo y capitulación hacia un material de partida con el que enlaza y se une a través de este ligamiento maravilloso que es Ciutat de gespa. Respeto y admiración es poco. Una interpretación que nos muestra el amor pletórico pero también su sequedad. Que nos lleva a la luna y a mares de arena. A todos esos rincones en los que encontramos la tibieza o ardor de los cuerpos y que nos permiten soñar despiertos mientras asistimos a la función. Navegando por la fuerza y las causas del deseo. A partir de ahora, nosotros también podremos decir que, con Vázquez, (como Whitman), estuvimos juntos. Así recordaremos este momento escénico privilegiado. Una interpretación que nos (y se) muestra del mismo modo como lucen los cuerpos y las almas después del voluptuoso y honesto ayuntamiento carnal.

Finalmente, mención especial para el vestuario y caracterización de Núria Llunell y para el sublime diseño de escenografía e iluminación de Victor AlGo (Álvarez). Una cama que se convertirá en la verdadera ciudad titular y una suerte de cortina traslúcida que crea, junto al movimiento, imágenes imborrables, pulcras e impresionables. La dramaturgia de este último acierta también al ofrecer la mayor parte del texto hablado en off en contraste con lo físico a través de lo musical y escénico, cuando no se puede seguir hablando. De nuevo, amor es lo que encontramos en cada rincón de esta constante caja de sorpresas que es El Maldà. Y, por supuesto, aceptamos y devolvemos el beso.

Crítica realizada por Fernando Solla

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