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30.11.2018 Críticas  
La sórdida relación entre materia y espíritu

El Temporada Alta 2018 nos golpea con la programación de Génesis 6, 6-7, la última entrega de Trilogía del infinito de Angélica Liddell. Un espectáculo donde la afección y el trastorno nos atrapan en una especie de atmósfera entre alucinógena y angustiosa, magnética e hipnótica, para escenificar la necesidad de la destrucción total como tasa para retornar a la belleza más honesta.

«Y se arrepintió Jehová de haber hecho hombre en la tierra, y le dolió en su corazón. Y dijo Jehová: Raeré de sobre la faz de la tierra a los hombres que he creado, desde el hombre hasta la bestia, y hasta el reptil y las aves del cielo, pues me arrepiento de haberlos hecho». Dos versículos del Antiguo Testamento para explicar el título de la pieza a los que sumamos una paráfrasis espiritual del universo de Medea. Enfrentarse (voluntariamente) a este espectáculo de la creadora es como buscar (y encontrar) el placer de infligirse heridas a uno mismo. ¿En qué momento se instaura la tragedia humana? Descendencia y palabra. La divinidad que solo encuentra salida en la destrucción de su propia creación. La Mujer como único ser capaz de crear desde las entrañas y de engendrar embriones a los que parir muertos. La necesidad de transgredir el orden natural establecido para trascender el acto creativo. La ira divina ante las miserias del mundo, entre ellas la industria armamentística. Sangre, harina, leche. Fecundidad, alimento, destrucción. Circuncisión, shtreimel y payot.

Hambre voraz. Avidez bulímica. Significación a través de la creación de imágenes y de una iconografía única y apasionante. Inaccesible solo en apariencia y que se disfruta como una experiencia mística en la que el intercambio resulta tan sórdido que se convierte en un lugar donde reina el desasosiego. Las preguntas fundamentales y fundacionales que nos llevan hasta el infinito. La eternidad dosificada en cada nacimiento. La antigüedad como punto de partida de nuestra fatalidad. Fisicidad extrema y tradición. Liddell reforma en la pieza la configuración religiosa cuyo origen encontramos en el judaísmo. Adán y Eva teñidos de sangre conversan sobre el espíritu y la materia. Gemelas sincronizadas en una coreografía de guitarras eléctricas y Kalashnikovs, una mujer sosteniendo un cerdo muerto que arrojará sobre el escenario, otra fémina que no puede procrear y amasa la harina (cuerpo de Dios)… Nada se llevará a cabo con fervor religioso sino más bien a partir del descreimiento. Un juego escénico insuperable y una puesta realmente extraordinaria que nos obsequia con la creación de un lenguaje propio, espacialmente a partir de las imágenes. Un niño que igual juega con el alimento que con el armamento. Star Wars. La muerte de Sleipnir, el caballo de Odín en la literatura escandinava. Cuerpos mutilados que bailan en escena. Muerta la descendencia, mataremos también a la palabra.

Muerte metafórica. Toda la compañía realiza un trabajo preciso y exquisito, especialmente en el movimiento escénico y la coreografía. No es habitual encontrar un elenco que entienda y naturalice de un modo semejante los requerimientos de tan inusual propuesta. Juan Aparicio, Tania Arias Winogradow, Aristides Rontini, Sindo Puche, Yury Ananiev, Sarah Cabello Schoenmakers, Paola Cabello Schoenmakers y Borja López se unen a Liddell y nos mantienen en suspenso mientras dura la representación. Apenas necesitarán los fragmentos de texto que se proyectan entre tanto signo y símbolo. Juntos, nos transmiten la inquietud sobre lo que vendrá cuando la belleza ya no pueda sostener nuestro dolor, nuestra existencia. Cuando ya parece que no se conocen palabras para expresar lo que estamos viendo, la propia Liddell nos remata con un monólogo devastador sobre la descendencia expresado de un modo sublime. Ver para creer. De este modo, consigue que comprendamos lo que hasta entonces intuíamos y nos niega al mismo tiempo la capacidad de verbalizarlo, realizando en escena ese asesinato y destrucción a partir del acto creativo. Culminando con magnificencia la voluntad de la pieza.

Texto, espacio escénico, iluminación y vestuario. Liddell consigue que las distintas disciplinas artísticas y técnicas se confundan con una dramaturgia en la que nos sumergimos asimilando tanto la carga significativa como expresiva. Por ósmosis. Estímulos constantes que no nos aletargan sino que despiertan un sentimiento y compromiso profundos por parte del espectador. Símbolos que se materializan en escena. El uso de los cuerpos de los intérpretes son buena prueba de ello. Creación y aniquilación a partir del arte dramático. Valentía de todos los implicados en el proceso de creación, representación y recepción para una experiencia que nos sobrepasa. Un ejercicio doloroso si se quiere pero de todas todas ilusionante. Una creadora a la que queremos seguir acompañando y a la que ofrecer nuestro cuerpo y alma para que nos lesione, mutile y descalabre en un acto de sumisión y sometimiento voluntario. Por los tiempos de los tiempos. Así sea.

Crítica realizada por Fernando Solla

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