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03.11.2018 Críticas  
Así es el Teatro, señoras y señores

La Badabadoc propicia un provechoso acercamiento y nos reúne bajo cobijo con El lento naufragio de la estética. De la mano de un magnífico Gonzalo Funes, autor y guía, nos adentramos en un palpitante viaje por los límites del marco de la representación. La dirección de Mai Rojas nos sitúa en fascinante terreno para que mimo, teatro físico y textual convivan en feliz eufonía.

Para todos aquellos que anteponemos el trabajo dramático de Bertolt Brecht a cualquier otro cuando se trata de definir o certificar nuestra aproximación hacia la esencia y finalidad del teatro, encontrarnos que esta función de Brancaleone Teatro no es solo un regalo sino una radiante certificación. Una inmersión profunda y muy gratificante que mezcla lo moral y el cuestionamiento compartido entre artista y espectador con la búsqueda de respuestas. Una moral entendida como una lectura cabal también a partir de la plasticidad de lo expuesto. Funes logra lo impensable y es aunar y explicar más que bien esta técnica de alienación, destinada a distanciar al público de la implicación emocional con respecto a la pieza en cuestión (recordando de este modo su artificialidad) con rutinas de la comedia visual como pueden ser la mímica, la pantomima o el slapstick.

Precisamente, Charles Chaplin (a través del personaje de Charlot, aunque no solo) incluía este recuerdo constante a que lo que reproducía se trataba de una broma o película y no de la vida real. Precisamente con el slapstick llegó a glorificar este subgénero cómico que exageraba el dolor físico hasta convertirlo en farsa que niega la posibilidad real del dolor como consecuencia. Golpes y bromas cuya crudeza creaba un efecto cómico que sobrepasaba cualquier atisbo de sentido común. Funes ha convocado a Brecht y Chaplin y los ha puesto en boca del personaje del técnico de sala que sueña con protagonizar las escenas románticas, quizá heroicas, que solo se convierten en realidad mientras sueña que las interpreta. El eterno espectador cansado que se revela contra la pasividad de la observación no participante. Un gran personaje que nos refleja tanto al público como al género del teatro físico. Aquí el mimo será el lenguaje propio que tanto busca la obra teatral para lograr esta finalidad descrita más arriba. No tanto un homenaje como una certera reivindicación que prueba y demuestra a través del ejemplo. Un trabajo fantástico, tanto en el terreno de la autoría como en el de la interpretación porque abarca y trasmite todo lo explicado hasta aquí con una coherencia interna y un sentido estético impresionantes.

Del trabajo conjunto entre texto, ejecución y dirección surge la posibilidad de acuñar un nuevo género o formato teatral que podríamos denominar como manual dramático. Un tratado que combina poética y didáctica y las sitúa en el mismo plano protagónico. No cabe duda de que una lectura de lo escrito por Funes no solo sería conveniente sino muy provechosa. Pero es precisamente en el ámbito de la representación donde el próspero intercambio surte efecto de un modo orgánico y muy bien estructurado. Habrá el distanciamiento preceptivo pero, precisamente por este motivo, el interés del asistente aumentará ávidamente escena a escena. Sorpresa a sorpresa. En este terreno, el trabajo de Mai Rojas en la dirección es imprescindible para que la comunicación entre autor, intérprete y público se establezca y permanezca. Nos encontramos ante un orfebre especialista en mantener el hilo de la narración al mismo tiempo que su carga simbólica y metafórica. Dejando espacio a la imaginación y consiguiendo la evocación con efecto inmediato. A través de lo físico logra que aflore lo intrínseco hasta convertirse en espejo de los éxitos y fracasos de la existencia humana. El encuentro entre ambos artistas se salda con rotundo éxito.

Esto sucede gracias a una puesta en escena magnífica y muy especial, que valida una a una y de una sola vez todas las premisas que se van desgranando durante la representación. Empezando por el diseño de audio de Martin Aravena, que nos sitúa ya desde el inicio bajo el paraguas en que se convierte la función teatral y que nos guarece de la misma tormenta que cala al protagonista. Cada efecto y cada música, así como su convivencia o énfasis sobre el resto de elementos que forman parte de la puesta consigue embellecer y aportar su granito de arena a la construcción de un lenguaje propio para que la función se desarrolle con éxito. Lo mismo sucede con la escenografía de Gabriela Tello D’Elia, que convierte de objete a sujeto incluso a las piezas de ropa. Esta ilusión de personificación se convierte en una de las fortalezas de la interpretación de Funes. Incluyendo la coreografía de Rafaella Crapio en su creación, destaca por la asimilación de todas las disciplinas de un modo esplendoroso. Como punto culminante, el soporte gráfico y audiovisual de Marian Damiani, que recoge y explica el contenido a partir de lo expositivo. El maquillaje de Alexandra Alcañiz juega más que bien sus cartas.

A destacar el gran hallazgo que supone el símil con el personaje de Cyrano. Aquí, el desdichado se esconderá tras su nariz de técnico. Simple mortal al que le son negadas todas las ilusiones o quimeras que viven los personajes que interpreta que sueña o viceversa. Un toque emotivo muy bien integrado con el resto de premisas. Impactante, arrebatador y, de nuevo, coherente.

Finalmente, la presencia de este título en nuestra cartelera supone una oportunidad única para reencontrarnos con algo que sigue y persiste ahí, en cada respuesta afirmativa de nuestra voluntad hacia la asistencia a una pieza teatral. ¿Qué buscamos y para qué lo hacemos? No se trata tanto un acto de resistencia, que también, sino de un muy feliz punto de encuentro. El lento naufragio de la estética nos espera en La Badabadoc o, muy probablemente, somos nosotros los que estábamos esperando este espacio en nuestra parrilla escénica para poder medir nuestra inquietud con propuestas de semejante calibre.

Crítica realizada por Fernando Solla

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