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10.01.2018 Críticas  
Entre la nostalgia, lo anticuado y la fotocopia

Que el montaje teatral de Dirty Dancing tiene un poder de convocatoria inmenso es algo incuestionable. A día de hoy, la oportunidad de apuntarse al carro de las adaptaciones supone un filón cuyo valor artístico puede ser cuestionable más allá de la excusa o pretexto.

Aunque esto es cierto, como también que la fotocopia teatral sobre un original cinematográfico no puede encontrar un balance entre ambos lenguajes sin un trabajo aproximativo y de adecuación narrativa, no cabe duda de que las comparaciones son odiosas. ¿Qué aporta un montaje como el que nos ocupa, ya no al original sino al género al que representa? Y, ya que estamos, ¿a qué género en concreto nos queremos acercar? Al musical está claro que no. Puede haber música y las canciones se interpretarán en directo, pero Dirty Dancing no es un musical, como tampoco lo era la película original.

Esto no es ni bueno ni malo, es algo evidente. A partir de aquí, el valor escénico del material de partida es más bien dudoso. Quizá en los años ochenta que se trataran depende qué temas en el cine comercial podía causar cierto impacto, pero la cinta no logró su encumbramiento por eso, sino que todo tiene más que ver con la nostalgia y el sentimentalismo que nos pueda provocar la revolución hormonal que transmitían los protagonistas. Especialmente para un público juvenil. A día de hoy, quizá hubiera sido más efectivo atajar por ahí, ya que a estas alturas situar una historia de amores prohibidos en un contexto histórico norteamericano de los años sesenta, nos resulta tan anodino y remoto como superficial es su tratamiento en la historia.

Elegir pues Dirty Dancing sin reformular ni un ápice de su estructura ni formato no parecía la mejor opción. El guión de Eleanor Bergstein se sigue a pies juntillas y la dirección de Federico Bellotee esclaviza el desarrollo de todo el conjunto a una sucesión cronológica (según el tempo que marca el filme) sin tener en cuenta el ritmo de la función. La escenografía es o funcional en los momentos clave o se cambia para escenas de duración más corta que el mismo cambio. No se puede usar la tramoya con la misma fugacidad que un cambio de plano o las transiciones con fundidos a negro de una escena a otra.

La decisión de mantener la mayoría de las canciones en inglés se agradece con creces. Lo que resulta incomprensible es que se traduzcan o integren otras, entendemos que las que puedan desarrollar más o menos la historia, cuando en realidad la ralentizan y no aportan nada. No así la interpretación de todas ellas por Juls Sosa. También es un punto positivo que se haya intentado quitar la mayor parte de azúcar posible a la historia de los protagonistas y al tratamiento, especialmente en el caso de Johnny, Baby y Penny. Por eso mismo no se entiende la caricaturización extrema de la dirección de la mayoría de secundarios.

A nivel coreográfico, el trabajo de Gillian Bruce es el único que se sale un poco de la fotocopia que comentábamos para el resto de disciplinas artísticas que intervienen en la función. En este terreno, todo el elenco realiza un muy buen trabajo, liderados por Christian Sánchez (Johnny) y Fanny Corral (Penny). Lástima que la espectacularidad de las mismas se desarrolle de manera demasiado lineal y que no disponga de suficiente aire en el espacio escénico. En cambio las escenas en las que la pareja protagonista desarrolla su historia, especialmente el ensayo en el lago, están desarrolladas con gracia y de manera entrañable.

Esto sucede en gran parte gracias a la química entre Christian Sánchez y una Laura Enrech que parece hacer nacido para hacer este personaje. La intérprete tiene mucho que aportar a Baby, un papel al que hace grande hasta conseguir que no apartemos la mirada de ella mientras aparece en escena. Una actriz que sabe cómo mostrar ese despertar de las hormonas, así como la sensualidad y el talento para el baile de su personaje y que no se conforma con reproducir el original. Ella aporta el color necesario para que la producción brille con luz propia. Hasta tal punto que no nos parecería extraño retomar la película y que fuera ella la que apareciera en pantalla. Muy buen trabajo.

Finalmente, Dirty Dancing no engaña y ofrece lo que promete. Si es mejor dejarse llevar por la nostalgia o no, es una decisión que pertenece a cada espectador. De lo que no cabe duda, una vez más, es del entusiasmo y entrega que despierta esta función entre gran parte del público.

Crítica realizada por Fernando Solla

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