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29.11.2017 Críticas  
El ritual físico como itinerario hacia la felicidad

La visita de Olivier Dubois y el Ballet du Nord ha sacudido el Mercat de les Flors. Tras su experimentación, la certeza de que todo nuestro recorrido anterior a través de la disciplina de la danza no era más que una preparación para Auguri se convierte en certeza irrefutable.

Rotunda obra maestra. Por la fusión culminante de técnica y estética. Por su capacidad abstracta para crear y convertirse en significado y significante. Por convertir en una única la necesidad y finalidad de artistas y espectadores de conocer la libertad y la felicidad a través de un magnífico ejercicio psicosomático. Por la colaboración y entrega de estos 22 bailarines que parecen existir por y para la danza que (re)presentan ante nosotros. Por conseguir romper con esa máxima que dice que todo aquello que no se puede convertir en palabras es prosaicamente inexistente.

Dubois se erige con este espectáculo en estandarte de la danza francesa y, por extensión, universal. Parecía imposible convertir en algo corpóreo el pensamiento de los grandes filósofos y pensadores. La perspectiva ideológica y crítica y la capacidad para generar debate se transforman en Auguri en una carrera infinita, física y espiritual hacia el encuentro y consolidación de la felicidad. Son contadas las ocasiones en loa que la trayectoria escénica de los cuerpos penetra con tanta intensidad en la complexión y el organismo colectivo de todos los implicados en el hilo comunicativo en que se transforma el mensaje de la coreografía.

Una creación que no tiene prisa a pesar de la urgencia y necesidad de los personajes. Anónimos y, a la vez, únicos. Nos mirarán, quizá retraídos o quizá invitándonos, retándonos. Cada uno trazará una trayectoria cuya velocidad y resistencia se irá acrecentando. Así nuestra implicación, tanto intelectual como somática. El desarrollo tangible y alegórico se agrandará y estirará, progresará y adelantará. Con atrevimiento, envalentonamiento, ánimo y decisión. Un trabajo que no reduce la competencia a una fisonomía concreta. Una labor titánica y exquisita de toda la compañía y de Dubois. También del entrenador Alain Lignier. Trazados que transcurrirán en solitario hasta que conseguir que cada interacción y contacto, tanto las más sutiles como agresivas, provoquen auténticas descargas energéticas. También en nosotros, que recibiremos estas corrientes con una fuerza y fluidez insólitas y agradecidas.

Dubois firma también un diseño de escenografía y decorados que amplifica todavía más si cabe lo descrito de su creación y coreografía. Entre lo traslúcido y lo opaco, las figuras cuadriláteras propician una constante maravillosa de entradas y salidas. La iluminación de Patrick Riou redondea la ilusión cromática y resalta la textura de cuerpos (sujetos y objetos) y materiales. De una manera sublime. La música de François Caffene, perfectamente integrada muestra cómo la electrónica puede estimular el intelecto. De lo cerebral a lo físico. Un auténtico viaje cautivador y apasionado que provoca el entusiasmo sin engrifarse gratuitamente. La dirección técnica de Robert Pereira hace que la convivencia de todas estas disciplinas sea tan feliz como nuestra sensación durante y tras la práctica en la que se convierte nuestro visionado.

A destacar también el vestuario de Chrystel Zingiro, capaz de evidenciar la naturalidad de cada cuerpo y facilitar los movimientos. Muy sutilmente podremos identificar y reconocer a cada uno de los bailarines gracias a las piezas que les arropan. Entre todos consiguen que Auguri se transmute en una obra de arte generosa, bondadosa y ecuánime. Un trabajo magnánimo de todos los implicados y, en especial, del maestro Dubois.

Finalmente, la presencia de Dubois en nuestra parrilla escénica nos sitúa en un espacio físico temporal privilegiado. Auguri es uno de esos espectáculos que nos transforma, que nos hace más sabios gracias a la calidad introspectiva de la experiencia. No es que haya un antes y un después a partir de esta pieza, sino que el ahora más extraordinario e imperecedero se instala ante nosotros del mismo modo como la coreografía lo hace con los intérpretes. El futuro que anhelábamos hace un tiempo para la danza se convierte en glorioso presente, artístico y concurrente.

Crítica realizada por Fernando Solla

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