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18.04.2017 Críticas  
Hábil variación del original de Dostoyevski

La Cia. Ignífuga se instala en el Tantarantana con una versión de El Jugador que, a pesar de las libertades que se toma con respecto al material original, sabe captar su esencia y el sentido que tiene revisarlo hoy en día sobre las tablas de un teatro.

La dramaturgia de Albert Pijuan convierte a los personajes en representantes de distintas nacionalidades europeas, todos ellos integrantes de la comitiva del presidente de la Federación Rusa Vladímir Putin. En mitad de su gira por el continente, se mantendrá la localización de la novela en Rolettenburg y de los diez personajes se seleccionará a los cuatro protagonistas. Realmente, y para el que haya leído la novela, resulta muy interesante descubrir los entresijos de la adaptación en paralelo al visionado de la propuesta, consistente por sí sola.

Un gran acierto del texto es el de mantener la primera persona narrativa. Tras una larga y en apariencia algo confusa introducción, la función mantendrá un tempo en su desarrollo que contrasta con el ritmo musical y la estética de la puesta en escena. Discursivo, lánguido, ralentizado… La inmersión llegará en un punto y ya no nos soltará. Lo que viviremos será una vorágine sentimental, por un lado, en mitad de un no tiempo y un no espacio (el del juego) y la ruleta. En primera persona, como la protagonista.

Mantenemos la persona pero cambiamos el género. El Alekséi original se convertirá en Aleksandra (Marina Congost). Sobre la actriz recae el peso de la función, ya que además de narradora será la encargada de romper la cuarta pared y de desencadenar el drama interior su personaje y del resto. Hay ademanes de primera actriz en muchas de sus réplicas e, independientemente de su edad y de la de su personaje, vemos en su mirada la profundidad necesaria para que todo se entienda y funcione. Quizá no es una interpretación basada en la progresión, sino en la inmediatez de mostrar los estados extremos a los que llega su personaje. La actriz lo resuelve de manera camaleónica, incluso en los momentos en los que el tono de su voz sube considerablemente.

Júlia Rodón y Eduard Autonell defienden muy bien a sus personajes, mostrando el hastío de los mismos pero también sus trifulcas internas. Sus intervenciones musicales están muy bien defendidas y siempre en el tono adecuado. También remarcable la aportación de Saskia Giró en el papel de la anciana tía. La presencia de Pau Masaló, director de la pieza, compartiendo escena en el papel de croupier es un guiño realmente muy conseguido. Él organiza tanto el juego ludópata del argumento como el dramatúrgico. Al mismo tiempo.

A destacar el uso del espacio escénico y la efusividad del movimiento de los intérpretes por toda la sala. La decoración y su amplificación hiperrealista gracias a la cámara que proyectará el movimiento de la ruleta sobre una pantalla multifuncional magnifica el matiz alegórico de la propuesta. Los actores saben aprovechar la acústica de la sala tanto dentro como fuera de escena. Se produce un efecto curioso en los momentos microfonados y es que el sonido parece dispersarse más que cuando los intérpretes ejecutan el texto sin amplificar. En cualquier caso, el efecto que se produce juega a favor de la obra.

Finalmente, recuperamos la validez de la adaptación en un doble sentido. Del género novelístico al teatral y de la segunda mitad del siglo XIX a la actualidad. La introducción que ya hemos comentado consigue iniciarnos en la tradición literaria rusa (en general y del autor en particular), así como en esa especie de melancolía suicida y autodestructiva que invade a los personajes. Su combinación ficticia con la reflexión existencialista hacia la Europa de las naciones está muy bien hilvanada, hasta conseguir unificar un discurso que, a día de hoy, cobra pleno sentido. Una curiosa variante, mucho más fiel al espíritu de lo que la total libertad con la que se ha asumido el formato original puede dar a entender en un primer momento.

Crítica realizada por Fernando Solla

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