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30.09.2022 Críticas  
La ternura o el arte de hacer feliz

La Ternura, escrita y dirigida por Alfredo Sanzol, regresa al Teatro Infanta Isabel de Madrid cinco años después de su estreno y tras haber recogido todos los premios posibles, incluyendo un Max al mejor espectáculo de teatro en 2019. Una obra que, como Scaramouche, nació con el don de la risa y la vocación de convertirse en un clásico.

La Ternura es realmente un cuento. Un historia que parte vagamente de un hecho histórico para abandonar toda lógica y abrazar la magia y el amor. Es, como la define su autor, una comedia romántica de aventuras que nace como un homenaje a las comedias de Shakespeare. No es difícil encontrar en este montaje los ecos de Noche de Reyes, Como gustéis, Mucho ruido y pocas nueces o El sueño de una noche de verano, entre otras.

Un espectador despistado podría creer ciegamente que contempla la representación de una obra de Shakespeare, porque todo en ella hace honor al origen que homenajea. Elementos tan propios del teatro isabelino como los accidentes propiciados por la magia o el azar, las situaciones especulares, los juegos de identidades, las referencias mitológicas o el vodevil de los encuentros equivocados sustentan la trama, los personajes y el humor que inspira La ternura.

Una reina airada, harta de un mundo masculino que la ignora, decide huir con sus dos hijas a una isla ignota para proteger a su prole de los matrimonios que su padre les ha concertado, aunque para ello tenga que ordenar a través de la magia una tempestad que hunda a la mismísima Armada Invencible. Tres mujeres decididas que acabarán finalmente en una isla que, en efecto no aparece en los mapas, pero en absoluto está desierta sino habitada por un padre con sus dos hijos que serán un espejo fiel de sus propias inquietudes y hartazgos.

Así se inicia este cuento del que no se puede ni se debe revelar más. A partir de aquí el juego de referencias a las comedias de Shakespeare que nos plantea su autor está servido. Muchas alusiones son obvias en inmediatas, incluso para el más lego. En seguida identificamos la isla desierta en la que naufraga Próspero en La Tempestad, los guiños a la Viola vestida de Cesario de Noche de Reyes o a Rosalinda, disfrazada de Gamínedes, y a la pastora Feba de Como gustéis.

Sin embargo, más allá de este homenaje al teatro clásico, la mayor virtud de esta obra es que es profundamente divertida. La Ternura ofrece al espectador dos horas de felicidad infantil, desinhibida, pura. Absoluta felicidad de esa que ensancha el cuerpo y los sentidos. Pocas veces una comedia tiene la capacidad para acertar con tal precisión en la diana del sentimiento. Arranca en el mismo momento que la Reina Esmeralda y las princesas Rubí y Salmón aparecen en escena y no cesa hasta muchas horas después de abandonar el teatro. Y no es un efecto de la risa o de las carcajadas, aunque haya de ambas en abundancia, sino del genuino bienestar, de la alegría expansiva que provoca este texto magnífico, esta dirección exacta y seis actores en estado de gracia. Llum Barrera, Ana Cerdeiriña, Paloma Córdoba, Juanan Lumbreras, Paco Ochoa y Juan Vinuesa, cito a todos a la vez porque sería absolutamente injusto hacerlo de otra manera, explotan la hilaridad del texto, construyen mundos de selvas y volcanes sobre una escenografía desnuda y sobre todo nos hacen amar con talento a unos personajes inocentes, llenos de ternura. Una solo puede aplaudir hasta dolerle las manos en agradecimiento por esta Arcadia a la que nos han transportado durante dos horas.

Alfredo Sanzol nos ha regalado una obra maestra a la que los espectadores deberíamos regresar periódicamente, aunque solo sea como terapia. Definitivamente, La Ternura debería prescribirse por la Seguridad Social. No sé si nos hace mejores pero definitivamente nos hace más felices.

Crítica realizada por Diana Rivera

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