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12.04.2021 Críticas  
Abrir comillas, cerrar comillas

Los papeles de Sísifo llega al Centro Dramático Nacional (Madrid) para demostrarnos que el teatro es una herramienta perfecta para conocer nuestra historia. Harkaitz Cano y Fernando Bernués nos acercan un episodio sobre la libertad de información y cómo aunque la justicia siempre prevalece, muchas veces ha de vérselas primero con los abusos de poder y la corrupción política.

Que el cuarto poder le incomoda en multitud de ocasiones a los otros tres no es nada nuevo. Suele ser objeto del “o conmigo o contra mí” llevado a la práctica de diversas maneras. La más extrema de todas es impedirle su actividad periodística y llevarle a la quiebra económica. Algo así fue lo que sucedió en 2003 cuando una orden judicial obligó al cierre del diario Egunkaria acusado de formar parte del entramado de ETA. Siete años más tarde la Audiencia Nacional declaraba la falta de fundamentos de los cargos y la inocencia de los cinco directivos acusados de pertenecer a la banda terrorista.

En un Estado social y democrático de Derecho como el nuestro, donde la propia Constitución consagra la libertad de prensa en su artículo 20.1 (“comunicar o recibir libremente información veraz por cualquier medio de difusión. La ley regulará el derecho a la cláusula de conciencia y al secreto profesional en el ejercicio de estas libertades”) el atropello fue brutal. El poder judicial reconoció su grave error, pero ¿cómo se repara el daño moral ejercido sobre las personas, la intromisión en la libertad de empresa y la censura ética sobre toda una comunidad?

Dar a conocer lo que les pasó es una buena manera de intentarlo. Un propósito principal que Hartaiz Cano combina con el fresco situacional de qué supone trabajar en un periódico, algo que hace ya casi veinte años no tenía nada que ver con la imagen romántica e ideal que seguimos teniendo del medio. Precariedad laboral y escasez de medios, así como los roces y cercanías en un entorno humano reducido en el que se trabaja siempre a corto plazo y con muchas presiones externas.

Con todos estos elementos compone una historia en la que los retratos personales y el colectivo se van progresivamente mezclando con el relato político, policial y judicial. Una línea argumental muy bien desarrollada, aunque adolece de primar la estructura sobre el contenido, lo que hace que algunas escenas secundarias tengan un carácter más instrumental y que en otras resulte predecible si no lo que va a ocurrir, si hacia dónde nos quiere llevar. Aunque hay que decir a su favor, que juega en su contra el estar basado en hechos reales y hacerlo sobre un marco del que hemos oído y leído en multitud de ocasiones y tenemos ya muy interiorizadas muchas de sus coordenadas y manifestaciones.

Un trabajo que la dirección de Fernando Bernués hace que resulte fluido sobre el escenario. Las transiciones entre situaciones son limpias e hilvana con corrección las dimensiones públicas y privadas, tanto individuales como colectivas. Al tiempo, cada una de ellas está concebida de manera dinámica, con continuo movimiento en escena. Una escenografía de dos ambientes (labor de Ikerne Giménez) que conjuga el espacio de oficina/redacción con otro más abstracto en el que se descontextualiza la localización. La iluminación y el vídeo de David Bernués envuelven la tensión, la violencia y la deshumanización de manera que te impregnan la piel y ya no te liberas de ellas.

Base sobre la que los personajes entran y salen, manifestando sus personalidades y peculiaridades, pero componiendo una coralidad que permite que cada intérprete deje claro su saber hacer. Junto a Anjel Alkain, Mireia Gabilondo, Olaia Gil, Asier Hernández, Aier Hormaza, Xabi “Jabato” López, Mikel Losada, Iñaki Rikarte, Alexandru Stanciu y Dorieta Urretabizkaia, hay que destacar a Markos Marín, quien condensa con su presencia y variedad de registros los momentos más emocionales de la historia. Esos que hay que recordar como antídoto para que no vuelva a suceder lo que nos cuenta esta coproducción del Centro Dramático Nacional junto con el Teatro Arriaga de Bilbao, el Teatro Principal de Vitoria-Gasteiz y el Teatro Victoria Eugenia de San Sebastián.

Crítica realizada por Lucas Ferreira

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