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18.11.2019 Críticas  
Descafeinada revolución

Llega al Centro Dramático Nacional Celia en la revolución, adaptación de la una de los relatos más conocidos de Elena Fortún. Uno de esos relatos de imprescindible lectura para sentir el despropósito de la guerra civil española. Un relato en tono infantil que conmueve en su lectura, pero que en este traslado a las tablas se queda a mitad de camino.

Celia es una adolescente llena de vida e ilusiones que se truncan con el estallido de la guerra civil. Su relato es el relato de muchos que tuvieron que huir de sus hogares para salvar sus vidas. Es la historia de familias separadas, de hambre, de muertes injustas, de odios exacerbados. La lucha de dos bandos que partió España y dejó heridas que aun hoy sangran. Elena Fortún, escritora de relatos juveniles, escribió Celia en la revolución con muchos de sus propios recuerdos. Ella misma tuvo que huir de España y afincarse en Buenos Aires. La novela no llegó a publicarse hasta 1987, años después de su muerte y pronto se convirtió en lectura obligada, ya que el lenguaje y el periplo de Celia huyendo de la guerra y buscando a sus dos hermanas menores, aparcando para siempre sus ilusiones es un emotivo homenaje a las mujeres de aquella época.

Alba Quintas versiona la novela en un texto teatral de dos horas de duración. Difícil tarea trasladar un lenguaje infantil, de posguerra, a un pretendido montaje de lenguaje contemporáneo. El texto está ahí, la historia también, pero en el conjunto de piezas no llega a florecer el pellizco que debería producirnos.

La propuesta escénica de Mónica Teijeiro y dirigida por María Folguera es un enorme espacio que se come medio patio de butacas del Teatro Valle-Inclán. No teniendo suficiente, en algunos momentos las escenas se trasladan al patio de butacas. No se llega a comprender todo ese espacio que lleva a los actores a planos lejanos, y que les obliga a deambular constantemente por un escenario semivacío. Algunos elementos, como la plataforma circular donde ocurren todos los fusilamientos si están conseguidos. Que los muertos vayan dejando ahí sus pertenencias es un recurso logrado. El sonido de Javier Almela juega un gran papel y logra trasladar la sensación de los bombardeos y ejecuciones.

Un elenco amplio que se desdobla en varios papeles, encabezado por Tábata Cerezo en el papel de Celia. Primera vez que veo a esta joven actriz sobre las tablas y me produce sensaciones diversas. Me gusta en los momentos más infantiles y me resulta lejana en las situaciones más dramáticas. Cierto que el personaje es un personaje que se resiste a la rabia y la tristeza y que irradia luz en medio de la tremenda negritud de la guerra, pero el lenguaje tanto corporal como la entonación me sacan completamente de la intención de la novela. En el amplio reparto destacaría la experiencia de Ione Irazabal que consigue dar verdad a todos los personajes que interpreta, desde Valeriana a la aparición estelar como Amalia Isaura. Chema Adeva y Pedro G. de las Heras hacen gala de su madurez escénica sobre todo en los papeles de padre y abuelo de Celia respectivamente.

Decisiones tales como incluir canciones de Mala Rodríguez y momentos coreográficos actuales, a pesar de ser propuesta algo manida ya y que puede resultar efectiva, aquí no se consiguen entender y alargan innecesariamente un montaje que de por si necesitaría de más ritmo y algún recorte. Al final queremos emocionarnos y si lo logramos es por un relato que tiene mucho de familiar, por los lugares y situaciones que cuenta, más que por todo el conjunto que se queda en un plano muy distante y que parece no querer tocar la llaga.

Crítica realizada por Moisés C. Alabau

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