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17.01.2019 Críticas  
¡Quién fuera Hipólito!

El Teatre Romea se convierte en hogar de una Fedra ardiente y contemporánea. La imaginada por Paco Bezerra y Luis Luque y corporeizada por una Lolita Flores totalmente entregada y arrastrada por el carro alado de la pasión y el amor desenfrenado. Barcelona esperaba esta visita y el encuentro se culmina con un entusiasmo irrefutable.

Sobre y tras el escenario hay que destacar el entendimiento y alineación de toda la compañía, tanto en la forma como en el contenido. Bezerra ha realizado una versión del original para cinco personajes: Fedra, Hipólito, Enone, Teseo y Acamante. Ha hilvanado las diferentes escenas a partir de los pedazos del corazón resquebrajado de la protagonista. La ha liberado del corsé de los versos dodecasílabos del original de Racine de un modo nada gratuito y con una fuerte carga de sentido y responsabilidad, embarcándose hacia una versión más sincrónica y coetánea a nuestra capacidad receptiva. Esto es importante. Probablemente, en 1677, atribuir el don de la palabra a la mujer para evidenciar lo más humano (y animal) de la pasiones que agitaban su corazón suponía una oportunidad tan turbadora como insólita. Palabras elevadas, al alcance de unos pocos, cuya potencia mostraba a la vez compasión y pavor y la posibilidad de liberarse de ataduras y culminar una vida plena. En 2019, el significado de las palabras ya hace tiempo que se maquilla, oculta y tergiversa por el mal uso, la intención, el entorno y un largo y molesto etcétera. Una limitación que nos inculpa y nos reduce, impidiendo incluso la completa expresión de nuestros sentimientos y pulsiones más íntimas y definitorias.

¿Qué hace Bezerra al respecto? Otorga a esa misma mujer la valiente capacidad de decisión y acción. De tomar las riendas de su propio tormento y condena, de su amor. Un amor infortunado, pero suyo. El suyo. A su manera y hacia quien su corazón decide. No su cabeza ni ningún condicionante externo. Un amor que es también carnal y en el que tomará la iniciativa también en lo físico, que la acercará a una bestialidad incontrolable, incluso colérica y enfurecida. Que no entenderá de roles ni de géneros. Ni reyes, ni hijos, ni hijastros. Ni leyes ni pautas de conducta. Ni conveniencias ni salvoconductos. Que no resistirá ni concebirá la negativa y que convertirá al receptor en adversario y rival. En oponente de un combate reñido, descarnado y fatal. Con semejante material, Luque ha sabido situar a cada personaje en el tono y registro adecuado y nos los presenta a todos en el preciso momento en el que se enfrentan a la decisión de Fedra. El riesgo era hacerlos convivir a todos en un mismo espacio físico, cuando su momento y posicionamiento interno es completamente antagonista. También que el potente lenguaje interno de la dramaturgia y su visión moderna podía chocar con el desarrollo del argumento, que sí que se ha mantenido. Escollos superados gracias a una dirección de intérpretes sensata y mesurada y a una puesta en escena que sublima más si cabe la alegoría femenina.

En este terreno, la escenografía de Mónica Boromello y el material audiovisual de Bruno Praena comparten señas de identidad y equivalencia con la intención de la autoría del texto. Un volcán traslúcido cuyas distintas capas o pantallas podrían ser a la vez corazón, útero y matriz. Un lugar interior por el que transita la protagonista y que le sirve de entrada y salida. Un soporte hábil para que las hermosas y brutales proyecciones aparezcan y evidencien tanto el estado alterado y anímico de Fedra como su momento mental. También el exterior. Algunas imágenes en el tramo final nos sitúan frente a una fabulación salvaje y desatada de sus deseos. Sus cómplices son la iluminación de Juan Gómez-Cornejo y la música de Mariano Marín, que contrasta con el vestuario de Almudena Rodríguez Huertas, de rasgos más clásicos que el resto de disciplinas, pero que de algún modo favorece al equilibrio del conjunto. Un trabajo de todos que viste muy adecuadamente la poética y, de nuevo, contemporánea, mirada de Luque y Bezerra.

Un espacio, decíamos, compartido en lo físico pero que también debe ofrecer cabida al momento interior de cada personaje. Y así lo entienden las interpretaciones. Lejos de buscar un envanecimiento prosopopéyico cada uno de los artistas convocados en escena se muestra a partir del dolor y el conflicto interno. De este modo, Tina Sáinz es una Enone que sirve de apoyo a Fedra, que la escucha y la protege ante todo y todos con firmeza y cariño. Juan Fernández nos sorprende con un Teseo que persiste en mantener su rango y las obligaciones que se le atribuyen sin negarnos ni sus reacciones ni su pesar, especialmente en su relación con su hijo primogénito. Eneko Sagardoy convence y persuade con su Acamante y su consternación al descubrir a la mujer que ocupa el lugar que le atribuía a la figura materna. A su vez, Críspulo Cabezas se transforma un un Hipólito vigoroso en lo físico y atrapado entre sus obligaciones como príncipe y su verdadera vocación de vivir libre en un espacio natural, aportando siempre matices tan frondosos como los bosques por los que transita su personaje. Todos ellos mantienen una elocución no solo creíble sino portadora del particular lirismo y perceptibilidad del autor.

Y llegamos a Fedra. Hablar de este personaje y en este teatro es algo que puede llegar a sobrepasarnos. Desde 1924, con la visita de la compañía francesa de Madeleine Roch y Jean Yonnel, hasta el montaje que nos ocupa, han sido varias las intrépidas que se han enfrentado a este personaje. Actrices que lo han sido en estas tablas y otra, ligada para siempre a las pilastras de esta casa, que triunfó y nos sobrecogió fuera, hasta hacer germinar en nuestro interior (y en forma de la rosa que le servía también de nombre), la esencia de esta fémina y de su osadía y determinación. Aquí y hoy, encontramos a Lolita Flores. Y, como con su Colometa, no solo le aplaudimos el esfuerzo (y, por supuesto, el resultado) sino que le agradecemos su valentía y coraje. Con esta Fedra, re-aprendemos que si de algo somos reinas es de nuestro amor. Verla, escucharla y sentirla es equivalente a no avergonzarse nunca jamás por querer a nadie. También de atrevernos a hacerlo y a asumir todas sus consecuencias. Desde su primera aparición en escena nos enamora con el tono suave y la cadencia con la que dice el texto. Con ella, aprehendemos que el amor no se instruye y no se controla. Que cuando se quiere no hay etiquetas que valgan y clasifiquen nuestro afecto y nuestra pasión. La actriz, hace que sintamos cada gesto y cada caricia imaginada sobre su piel en la nuestra propia. Mantiene el ardor, el ímpetu y la vehemencia siempre a través de la poética de Bezerra, hasta ese grito final, que es estallido e inmolación. Con Lolita aprendemos, recordamos, nos atrevemos y nos estremecemos. Sin arrepentimiento, deseamos convertimos en su Hipólito para poder ser el objeto de tan desaforado, arrebatado y delirante frenesí.

Finalmente, nos gustaría sumarnos al recuerdo hacia Manuel Veiga. Por motivos diversos, el que esto escribe se ve incapaz de disociar esta propuesta de la mirada con la que el querido artista ilustró y me describió tanto a la protagonista como a toda la función. A veces (las mejores), el teatro no solo se ve con la propia mirada, sino que su calado se complementa y amplía cuando se tiene la oportunidad de observarlo a través de la hermosa y privilegiada visión de algunos compañeros de viaje. Así pues, y una vez más, ¡gracias, Manuel!

Crítica realizada por Fernando Solla

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