El pasado 30 de abril, el Auditorio de Tenerife acogió al afamado pianista británico/español James Rhodes. Sus sorprendentes habilidades al piano y su gran capacidad comunicativa, fueron la combinación ideal para una agradable tarde de sábado.
En los últimos años, el artista James Rhodes se ha ido haciendo hueco en el círculo de artistas prestigiosos del panorama español. Afincado en Madrid desde 2017 y un conocido enamorado de la cultura española, Rhodes no ha dejado de crecer como artista, abarcando otras facetas de la cultura, como la escritura o la televisión, hecho que muestra su enorme talento. Pero donde más destaca es sentado frente a su piano. El pianista no deja lugar a la indiferencia cuando se le contempla deslizar sus hábiles manos a lo largo del teclado. Uno no puede más que quedar hipnotizado por su fantástica capacidad de interpretación sin siquiera partitura. Proeza digna de todo un erudito.
En el Auditorio, Rhodes se presentó tal cual, sin vestimentas llamativas o siquiera elegantes. Su sencillez podría rayar la desfachatez para los más puristas de la música clásica, pues apareció con camiseta blanca, tejano gris y zapatillas amarillas. Atuendo más propio de un “guiri” al uso. Pero la espectacularidad se la reservaba para el momento en el que tomara asiento. Solo con su piano sobre el escenario, nos dio una lección de gran dominio sobre el teclado y un conocimiento casi enfermizo de las piezas que interpretó.
Su selección musical no fue guiada únicamente por razones artísticas. Allí había más. James Rhodes se dejó llevar por la conexión que él posee con compositores como Beethoven o Brahms. Ellos eran hombres atormentados por sus traumas o por sueños inalcanzados, pero que encontraron en la música un refugio donde poder canalizar todo el dolor y los sentimientos reprimidos. Es conocido que Rhodes es también un hombre atormentado por vivencias pasadas pero que ha abrazado todo ese bagaje con el fin de evitar caer en un abismo, sirviéndose también de la música como vía de escape.
Tras una breve introducción con una pieza de Bach, James Rhodes conectó con el público para presentarse y explicar por qué había elegido a Beethoven para su siguiente interpretación. La Sonata número 27 consta de dos movimientos que hablan del contraste entre la cabeza y el corazón y de cómo dos amantes pueden tener una conversación de amor sin palabras. Seguidamente tocó dos piezas de Brahms, Rapsodia en Sol menor op. 79 no. 2, donde nos explicó que Brahms quiso volcar toda la frustración que sentía al vivir un amor imposible e Intermezzo en Mi b mayor op. 117 no. 3, que contrastaba con la anterior, pues se trataba de una composición tierna donde claramente el autor desnudaba su alma. La última pieza del programa volvía a ser de Beethoven, Sonata 21 (Waldstein), donde el compositor puso todos los estados de ánimo sobre la partitura. Al finalizar y tras los primeros aplausos, el pianista nos regaló dos bises, uno de ellos de Chopin.
James Rhodes nos habló a través de las teclas con tanta autoridad que parecía como si quisiera reavivar las voces de estos hombres y reivindicar sus vidas y su sufrimiento. En esa tarde de sábado, no tuvimos frente a nosotros simplemente a un divulgador musical, vimos a un gran comunicador. Un hombre sencillo, humilde y franco, que nos hizo partícipes de sus sentimientos y emociones más intrínsecas. Nos sentó a su lado en el taburete e interpretó para cada uno de nosotros individualmente. Nos regaló unos momentos de intimidad, no solo con él, sino también con Beethoven, Brahms y todos aquellos hombres y mujeres del pasado que amaron la música y se abrazaron a ella para escapar de la realidad.
Bravo, Mr. Rhodes.
Crónica realizada por Celia García