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12.02.2021 Críticas  
Lope, Tirso y Calderón

Noviembre Compañía de Teatro llega a la sala Juan de la Cruz del Teatro de la Abadía de Madrid con Carsi, una propuesta fresca y sugerente que suma al gusto por lo clásico un catálogo de digresiones sin pudor ni vergüenza, haciéndonos reír y disfrutar.

En el primer minuto de función se menciona a los tres genios del barroco que titulan este artículo, los cinco actores se quitan las lechuguillas que lucen en sus cuellos mientras cantan al ritmo de una guitarra española que a ojos cerrados podría ser la de un tuno, una chirigota de Cádiz o un rumbero con ganas de juerga. Queda claro el tono de lo que está por venir.

La ficción de la producción de una obra de Calderón que una investigadora ha descubierto por azar en la Biblioteca Nacional y el gancho comercial de Carsi, un actor basado en quien así se llamara hace un siglo y quien no concebía su vida si no era sobre un escenario. Un tótem que ejerce como punto gravitatorio de un juego meta teatral escrito por Eduardo Vasco, en el que se escenifica la representación, se bocetan los procesos de producción y se representan los momentos que anteceden o suceden a la subida y bajada del telón.

Esos en que la realidad de una compañía es la de la convivencia fuera de los focos, en el andén de una estación de ferrocarril yendo de ciudad en ciudad y con la amenaza de que se acaban los ingresos por el fin de la gira. En los que se superponen los rasgos de los personajes con la personalidad de sus intérpretes, generando egos sordos entre los ya consolidados e inseguridades infinitas en los que pisan por primera vez las tablas. Microcosmos muy bien sugeridos por la exquisita sencillez de la escenografía y el atrezo de Carolina González, el vestuario de Lorenzo Caprile y la iluminación de Miguel Ángel Camacho.

Entre citas a Shakespeare y Cervantes, a Hamlet y a Numancia, y evocaciones a Stanislavski, Carsi es teatro de verdad, dramaturgia con hondura, que quiere llegar profundo, ensimismando con el lenguaje y los recovecos, matices y proyección de su oralidad. Pero teatro vivo, que no se queda anclado en lo lingüístico, sino que busca lo físico, el dinamismo del movimiento y de los cambios de registro y de ritmo. El resultado que logra la también dirección de Eduardo Vasco es la de una vivencia que se consolida enseguida por la complicidad entre el público y los cinco actores gracias a la entrega de estos con cada uno de los personajes que interpretan y las situaciones rocambolescas a las que dan par.

Juntos son una unidad, pero cada uno de ellos por separado aporta algo que individualizándole, le hace complementario a los demás. Mariano Llorente la solemnidad tanto cuanto toca un registro tranquilo como histriónico. José Ramón Iglesias el nervio de la desvergüenza y el despropósito, sus momentos como bailarín son histeria total. Elena Rayos el brillo y la chispa que hipnotizan al espectador. Rafael Ortiz la presencia y la frescura que da unión a las transgresiones. Y Antonio de Cos el desparpajo con el que se mantiene un humor constante y de buen gusto.

En estos tiempos donde se intenta epatar y se busca el comentario grandilocuente, se agradece una propuesta tan inteligente y trabajada, a la vez que centrada en agradar y estimular. Hasta el 28 de febrero. No lo duden. Vayan.

Crítica realizada por Lucas Ferreira

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