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11.05.2016 Críticas  
Nuestra Colometa vuela alto (muy alto) en el Goya

Segunda temporada en Barcelona de LA PLAZA DEL DIAMANTE, adaptación teatral que Joan Ollé ha realizado de la novela homónima de Mercè Rodoreda. El personaje de Colometa vuelve a subir a los escenarios, esta vez de la mano de Lolita Flores, adoptando la forma de un monólogo que rebosa verdad y emoción a raudales.

La significación de la novela, así como la de su autora, no la vamos a desmenuzar aquí. El calado de ambas es tan profundo y trascendente como irreductible a un solo punto de vista. Cronista sincera y honrada sobre la Barcelona de posguerra y de cómo esta etapa histórica marcó la vida de sus habitantes, Rodereda creó el personaje de Natalia y con ella un símbolo análogo de nuestra manera más intrínseca de descifrar e (in)comprender el mundo que nos rodea.

Circunscrita en un contexto muy concreto, la novela desarrollará como máximo recurso expresivo una escritura que parecerá la transcripción hablada del monólogo interior de la protagonista. El receptor nunca responderá en voz alta porque, en realidad, somos nosotros. Explicándonos una vida que ya ha vivido pero nunca como propia, Colometa parecerá recuperarla. Hacerla suya por primera (y única vez). Suya y nuestra. La delicadeza de esta primera persona nos permitirá conocer sus sentimientos más profundos. Y es aquí donde Ollé ha situado a su propuesta y a la actriz. En un banco frente al público. Uno de tantos de cualquiera de los parques desde los que la Natalia ya adulta nos explica su vida.

Esta producción del Teatro Español es a su vez una adaptación del montaje que Ollé realizó en 2004 dentro del marco del Festival de Peralada y que, posteriormente, pudimos ver en el Borràs. En aquella ocasión tres actrices prestaban su voz a las tres edades de la protagonista. Las palabras dichas por Montserrat Carulla, Rosa Renom y Mercè Pons condensaban, como ahora, toda la poética del original en hora y cuarto de montaje. Posteriormente, y coincidiendo con el centenario del nacimiento de la autora, la versión de Ollé fue la elegida por el Institut Ramon Llull para las celebraciones. Entre 2008 y 2009 llegó al Español de Madrid y hasta a Nueva York, en dos lecturas dramatizadas que corrieron a cargo de Ana Belén y Jessica Lange, respectivamente.

Estos datos no son gratuitos. Ha habido (y muy probablemente habrá) más adaptaciones de del texto de Rodoreda. El protagonizado por Sílvia Bel (temporada 2007-2008) en el TNC será difícilmente olvidable. Pero lo que importa aquí es el trabajo de profundización que Ollé lleva realizando desde hace más de una década de este personaje. De 2004 mantiene la música de Pascal Comelade como encargada para delimitar el tiempo y el espacio al que se refiere la protagonista en cada momento. La función es tanto estética como narrativa y, en ambas vertientes, el resultado sigue siendo tan evocador como preciso. La composición se convertirá en continente tanto de la retórica de la autora como de los ciclos vitales de la protagonista.

El espacio escénico se reduce a un banco de madera, construido con traviesas de medida desigual, situado sobre varios listones más que delimitarán el diminuto espacio que parece ocupar Colometa. Situándolo en la parte más frontal del escenario no sólo se favorece acercar el espectáculo hasta la última fila de la platea. La finalidad fundamental es situar a la protagonista en un espacio oscuro e inalcanzable y escenificar su sentimiento de desamparo al confesarnos sentirse perdida en medio del mundo. Y no saber cuál es su lugar. Excelente de nuevo el uso de la doble función (estética y narrativa) del trabajo de Ana López Cobos en este terreno.

El vestuario, del cual también es la artífice, nos sitúa en un tiempo que podría corresponder a la última etapa de Natalia, convertida en una de tantas mujeres adultas que con la edad han adaptado el limbo de una época pasada en la que parecen haberse confinado voluntariamente. También en su indumentaria. Cronológicamente esto es lo más probable. La sensación que tenemos los espectadores, impulsada por la primera persona del texto, es que Colometa nos explica su historia hoy mismo. Esto no sería posible, ya que la mujer contaría casi con un centenar de años. Así pues, nos situamos en una atemporalidad que comprende de la posguerra a la actualidad de los sentimientos de la protagonista.

La iluminación de Lionel Spycher cumple una función similar a la de la música. Focalización tenue y sombría, prácticamente opaca, de la mayoría del espectáculo con algunos momentos en los que la intensidad de la luz refuerza no sólo lo que se está explicando sino el impacto que causa en la protagonista. Así en su interpretación y en la recepción de los espectadores. En combinación, una guirnalda de luces. Blancas, rojas, amarillas y azules. Estos colores se alternarán y lo que en principio parecía un festón descolgado (recuerdo de las fiestas de Gràcia donde se inicia el monólogo de Natalia), servirá para simbolizar las estrellas, las verbenas, la llegada de la República… A primera vista el recurso más expresivo de todos, cuyo impacto en la narración es rotundamente manifiesto.

Llegamos al texto. La adaptación realizada por Ollé y Carles Guillén convierte a la palabra en protagonista, limitando prácticamente en su totalidad los movimientos de la actriz. La corta duración no excluye a ninguno de los momentos decisivos del relato. Aunque se han eliminado muchos de los recovecos poéticos con los que Rodoreda distinguía la explicación de Natalia, muchos otros se han mantenido intactos, especialmente los referidos a las palomas, la miseria, la guerra y la muerte. De este modo, lo alegórico convive con la dureza de la descripción como en las mejores páginas de la novela. Y el tono cercano se mantiene haciendo que la intensidad del parlamento eleve la interpretación y conmocione desde la verdad más intrínseca a cada uno de los espectadores.

La conversión en monólogo no es tal (o no en su totalidad) puesto que la novela original ya lo era, pero manteniendo esta estructura Ollé consigue elevar a través de la voz de la protagonista el soliloquio interior de su personaje. En voz alta la intimidad del mundo de Colometa se torna universal. Ella nos lo entrega a nosotros, que se lo devolvemos amplificado y, entre todos, asimilamos la inmensidad del alma humana. De Natalia.

Con el mismo criterio, la traducción de Celina Alegre y Pere Rovira ha mantenido la integridad de la protagonista, de la historia y de la lengua original en la que fueron escritas. Las palabras que Rodoreda escribió en un catalán espléndido, demostrando la capacidad de la autora de describir y entender el mundo a través del alcance ubicuo de su propio idioma, aumentan exponencialmente sirviendo de base para cada nueva versión, y ésta se centra en difundir el estilo narrativo simple y llano de algunos momentos sin renunciar a toda la carga poética de la ingenuidad de la protagonista, ni siquiera a su sentido del humor.

Todo lo descrito hasta aquí cobra aún más sentido con la interpretación de Lolita Flores. Colometa es nuestra. De cada uno y a su manera, pero nuestra. Ella es el símbolo de un momento, pero sobretodo es la imagen de lo que sucede por dentro, de cómo el mundo a nuestro alrededor nos excluye y nos echa a patadas y de cómo creamos un mundo mucho más real, que nadie ve, pero que respira en nuestro interior. Lolita la hace suya. Y una vez suya, nos la entrega. La comparte con nosotros, que se la devolvemos sólo en parte. Porque la suya, ahora, también es nuestra. Sus ojos son el espejo de toda la historia de la novela, la anterior y la interior. Su voz, tanto la que oímos como la que se calla, traspasa el argumento hasta llegar al público. Cercanía, verdad y dolor, pero también alegría y luminosidad. Su interpretación es una imagen tan o más vívida que la escultura del personaje que podemos ver en la auténtica Plaça del Diamant, realizada por Xavier Medina-Capmeny.

Lolita “es” Colometa. Y nosotros, lo somos con ella. Y al final, todos nos convertimos en esos pájaros que cierran la novela y “que bajaban de las hojas como relámpagos, se metían en el charco, se bañaban en él con las plumas erizadas y mezclaban el cielo con fango y con picos y con alas. Contentos…”

Crítica realizada por Fernando Solla

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