Sílvia Munt sube a las tablas del Teatre Goya una impecable pieza de Arthur Miller en una no menos intachable adaptación de EL PREU. Valiéndose de cuatro trabajos que ya se cuentan entre los mejores de sus intérpretes y de una inmejorable y completísima puesta en escena, la directora nos regala una imborrable jornada teatral.
El espacio es único, así como el tiempo en el que se desarrolla la acción. El texto nos habla del precio (simbólico y no) que pagamos por las decisiones que tomamos. También del que recibimos por nuestros muebles antiguos. Algo muy importante para Munt, y que se desarrollará progresivamente durante la función, será la apropiación y toma de responsabilidad de las autodeterminaciones. El precio que se pone a los objetos que han delimitado de alguna manera nuestra vida, nuestros fracasos, también los aciertos cuando los ha habido. El dolor que nos invade cuando ante los ojos ajenos todo lo nuestro se devalúa hasta hacernos ver su tasación real. Nos quejamos de la objetivación de la identidad, de lo que nos define como individuos. Pero ¿nuestra transigencia no refleja quizá la aceptación del modelo? ¿La normalización de la frustración y el descalabro?
La dirección de actores es resplandeciente, convirtiendo cada interpretación en un espejo de una realidad en parte compartida y parcialmente específica de cada uno (aquí ayuda la iluminación de Kiko Planas). Durante el tiempo (real) que dura la función todos los personajes realizarán su propio aprendizaje, del que se desprenderá uno conjunto. No olvidemos que EL PREU trata de las dinámicas que sirven de engranaje al núcleo familiar. Pere Arquillué y Ramon Madaula encarnarán a los dos hermanos protagonistas. La riqueza del primero (ampliando su elegancia recitativa con una amalgama interminable y detallada de matices y expresiones faciales) contrasta con la impetuosidad del segundo. En esta oposición se nota la mano maestra de Munt, que consigue que la tardanza en aparecer en escena de Madaula no reste la relevancia necesaria a su personaje. En paralelo, pero siempre integrada en la acción, la esposa de Rosa Renom ofrece asertividad y sensibilidad a partes iguales. La presencia del usurero Lluís Marco llena la escena incluso en los momentos en los que, ausente, consigue que lo veamos en lo que imaginamos es una habitación fuera de cuadro. Impresionante labor de los cuatro. Y de Sílvia Munt.
Esta propuesta culmina su impacto a través de una escenografía adecuadísima (tanto estética como narrativamente hablando) de Enric Planas. Situar en un escenario prácticamente vacío a los cuatro intérpretes contrasta con los numerosos muebles (recuerdos) amontonados en el rincón derecho, creando en el espectador la visión de lo que debe ser el resto de la estancia, entre bambalinas. El vestuario de Antonio Belart, de una época que quizá no sea la nuestra pero en la que nos podemos reconocer perfectamente, recuerda que aunque la obra se localizó en el Crack del 29, podemos contextualizarla en la crisis del 2008… o del 2016. El espacio sonoro de Jordi Bonet (y Pepino Pascual) ponen la nota jazzística ideal para distanciarnos lo suficiente durante el visionado y, así, poder observar con “imparcialidad” lo acontecido ante nosotros.
Finalmente, el toque maestro en el apartado técnico, lo aportan los fascinantes vídeos de Raquel Cors y Daniel Lacasa. Fotografías sobre el fondo de la escenografía que nos muestran a los protagonistas en el exterior. La técnica de la proyección propicia el choque o colisión del mundo externo con lo sucedido en el interior del hogar, de la escena. La valía añadida de este detalle genera en el espectador la ilusión que en tiempos remotos originó la linterna mágica (sino en su técnica sí en su recepción). Vídeos, fotografías… Espejos que reciben la imagen del exterior haciéndolas visibles desde el interior e, invirtiendo el proceso, de nuevo al exterior. De la acción, de la escena y de los personajes. De la vida. Suya y de todos los asistentes.
En última instancia, este aprendizaje se prolonga más allá de la asistencia a la representación. Simplemente, sucede. De nuevo, hay que celebrar la grandiosidad (frágil y delicada) de los cuatro intérpretes, pero especialmente, de Sílvia Munt. En ocasiones, el uso del término es imprudente, por discutible o irreflexivo. Aquí no, ya que gracias a la generosidad y adecuación de la directora, somos capaces no sólo de reconocernos en la versión del texto de Miller, sino de formatear durante poco menos de dos horas todo nuestro conocimiento del mundo que comprende la obra. Las relaciones familiares, la convivencia dentro de este núcleo cuando la precariedad económica parece adueñarse hasta de los cimientos… Salimos del teatro con la sensación de haber sido tocados por la pericia de alguien mucho más sabio que nosotros y que comparte su conocimiento ilustrándonos con las herramientas suficientes para reconstruir la desolación que nos envuelve y en la que nos hemos acomodado. Aquí sí, podemos afirmar que nos hemos preparado, que nos hemos educado. Que hemos aprendido. Aquí sí, hemos alcanzado una probada y genuina obra maestra.
Crítica realizada por Fernando Solla