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14.04.2016 Críticas  
El exterior del INTERIOR

Cuatro actores y un espacio sonoro es todo lo que Hermann Bonnín necesita para crear la atmósfera angustiante de una de las variaciones sobre la muerte de Maeterlinck, INTERIOR, en la Sala Joan Brossa de La Seca.

El teatro simbolista de finales de siglo XIX tuvo en Maurice Maeterlinck –ganador del Nobel de Literatura en 1911− a uno de sus principales exponentes. Sin embargo, por la dificultad que supone la poética teatral simbolista, tan alejada de nuestros días, los títulos de Maeterlinck raramente pueden encontrarse en las carteleras. Tal vez se conozcan más como librettos de ópera, por la célebre Pelléas et Mélisande de Debussy, Ariane et Barbe-bleue de Dukas o L’oiseau bleu de Wolff, entre muchas otras composiciones.

Por ello, debe aplaudirse el atrevimiento de llevar a escena INTERIOR, la segunda pieza de la trilogía de «variaciones sobre la muerte», formada también por «La intrusa» (montada por Bonnín en 2005 en la misma sala) y «Los ciegos». La obra, fechada en 1894, carece de trama argumental: presenta a cuatro personajes en el exterior de una casa que se dedican a observar el interior de la vivienda y la familia que vive en ella, incapaces de atreverse a entrar para anunciarles que una de sus hijas acaba de morir.

El ambiente resulta asfixiante y angustioso desde el primer minuto, tanto por la luz –a cargo de Albert Julve−, siempre tenue, que ilumina el escenario vacío con público a tres bandas, como, sobre todo, por el espacio sonoro, obra de Orestes Gas. Un espacio sonoro que se erige como un personaje más y que es el artífice de llevar tanto a los intérpretes como al público a esa especie de limbo de la espera y la incertidumbre, ese espacio de la inacción. El director, sin embargo, logra que esté lleno de significación a través de los silencios, en ocasiones eternos −teatralmente hablando−; de la enunciación del texto, muy pausada, muy monocorde, muy neutra; y de los mínimos movimientos por el espacio, a cargo de Leo Castro.

La pieza, originalmente muy breve, ha sido enriquecida en la dramaturgia de Sabine Dufrenoy por un prólogo proyectado con la voz en off de Nausicaa Bonnín que recopila frases de la obra Peleas y Melisande y que apoya, según la propuesta dramatúrgica del montaje, la versión del suicidio de la muerta a la que hace referencia el texto. También han sido añadidos algunos fragmentos de Los ciegos para reafirmar la atmósfera mística que se refuerza con intervenciones sígnicas, una suerte de algarabías que se proyectan en el suelo, creación de Joan Cruspinera. Estas, junto con los oscuros que van interrumpiendo la pieza y que pretenden aportar un corte en la linealidad temporal, tal vez sean de lo más superfluo del montaje, ya que funcionaría perfectamente sin estos elementos, que resultan, sobre todo el primero, más bien decorativos.

Òscar Intente, Carles Arquimbau, Padi Padilla y Laia de Mendoza encarnan, respectivamente, al forastero, al hombre mayor, y a sus hijas, Maria y Marta. El trabajo interpretativo de la lentitud de la palabra, de las miradas, de la respiración, del crear ese desasosiego que se transmite al público, resulta de gran valor. La hija menor, Marta, es la única que irrumpe con algo más de fuerza en escena y la que rompe el ritmo interno al alzar la voz, al pronunciar lo que el público lleva ya rato preguntándose: qué hacen esos personajes todavía ahí parados, sin actuar, sin llevar a cabo su propósito anunciador.

Es a través de sus miradas que el espectador conoce el interior de la casa, y no sólo a través de sus palabras, con las que en ocasiones describen lo que sucede dentro. También se percibe claramente el miedo a lo desconocido, el mismo miedo que provoca la muerte, el gran misterio que Maeterlinck subía a escena para indagar sobre él y su interacción con la vida, con los vivos, con los que van hacia ella irremisiblemente.

La propuesta de Bonnín resulta imprescindible para los amantes del teatro no convencional, pues nada tiene de convencional montar esta pieza y resolverla de manera tan precisa en cuanto a las sensaciones que despierta en el espectador. Sesenta minutos de un riesgo silencioso e impreciso que, sin embargo, construye una amenaza que nos acecha sin cesar.

Crítica realizada por Esther Lázaro

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