Clásico entre los clásicos, obra cumbre, texto de obligado estudio y de requerido visionado para cualquiera que se llame amante del teatro. Shakespeare explorando todas las emociones humanas en una historia redonda y archiconocida. Atreverse a representar HAMLET es atreverse a mucho, hay riesgos, esta versión los asume y sorprende gratamente.
Desconozco que pasaría por la cabeza de Miguel Del Arco cuando accedió a poner en pie HAMLET, no sé si llegó a imaginar que antes de estrenar estaría todo el papel vendido, y que la expectación sería notable. Imagino que en su privilegiada y visionaria mente tenía muy claro lo que quería hacer, como lo quería contar, y supongo que tenía meridianamente claro que Israel Elejalde era ese atormentado príncipe de Dinamarca.
Fui solo a ver la función, he visto HAMLET en diversas versiones y diferentes escenarios, así que la historia y el texto me son familiares, fui una semana después del estreno para evitar esa sensación que flota en los estrenos y que quieras o no te influye. No quise leer nada, quise ir desnudo de prejuicio, quise ir dispuesto a emocionarme con una historia que siempre lo consigue. El nombre de Miguel Del Arco como director augura categoría, y el elenco rezuma profesión, así que puse todos mis sentidos al servicio de la escena.
Los primeros diez minutos del montaje me desconcertaron, no esperaba ese inicio, no esperaba ese lenguaje, ni mucho menos una fotografía de la Gran Vía madrileña de telón de fondo, por un momento palidecí y creí que mis expectativas iban a ser echadas por los brillantes suelos del recién renovado Teatro de La Comedia, pero no, de golpe sin que se note, aparece el HAMLET desgarrado y desquiciado por la barbaridad que se acaba de cometer, aparece ese príncipe que descubre la traición de su tío, y la aberración de su madre que acude al lecho del nuevo Rey.
No me pregunten de qué manera prodigiosa, con una escenografía digna de ser estudiada en las escuelas de teatro, una iluminación asombrosa, y un texto que sorprende por lo que se ha sacrificado del original, se atrapa al espectador. Sin saber cómo, las escenas se suceden con una agilidad que apabulla, la tragedia se forja, los personajes van y vienen, un elenco de siete actores que interpretan catorce personajes distintos, sin que eso confunda en ningún momento, ni entorpezca el desarrollo de la trama. Un ejercicio de funambulismo sin red que por lo menos a un servidor dejó sin aliento. Pasados los días y haciendo balance de las sensaciones, reconozco que las casi tres horas sin intermedio pesan, que alguna escena se podría abreviar sin perjuicio de la intensidad ni de la intención, pero francamente, ante ese ejercicio de talento, que más dan quince minutos más o menos.
Lo de Israel Elejalde interpretando al príncipe heredero es de otra dimensión, olvídense de cualquier imagen de HAMLET que tengan en algún recoveco de su mente, este es distinto, es irreverente, su locura es la más atrevida que jamás hubiera imaginado para ese papel. Lo que hace Israel en escena es dejarse el alma, para rematarlo en esa escena final, en esa batalla de esgrima que corta la respiración, todos sabemos cómo acabará, pero esa batalla está tan brillantemente coreografiada que el teatro desaparece y aparece la verdad.
Sé a ciencia cierta que hay quien sale del teatro ofendido por el giro que se le ha dado al clásico, que no superan el momento musical que ilustra la locura de Ofelia, que los chascarrillos de los enterradores les chirrían al oído. Está claro que salirse de los parámetros conlleva riesgos, pero benditos riesgos estos, si sirven para añadir un color nuevo y desconocido a un clásico mil veces pintado.
Crítica realizada por Moises C. Alabau