La Jarra Azul, Puça Espectacles, Teatre Akademia y el Grec Festival de Barcelona presentan Massilia. La obra, que me atravesó de principio a fin, puede verse en el Teatre Akadèmia de Barcelona que, bajo su atmósfera íntima y polivalente, acoge esta joya escénica cargada de memoria, dolor y humanidad.
La dramaturgia, a cargo de Albert Boronat y Maria Donoso, junto con la dirección de Nelson Valente, ha llevado esta brillante propuesta a convertirse en una llamada a la conciencia sobre hechos importantes de la historia de la humanidad.
Apenas cuatro intérpretes bastan, Laura María González, Júlia Molins, Martí Salvat, Lluís Marquès, para embarcarnos en un viaje profundo a bordo del mítico barco Massilia, que no solo surcó las aguas durante la Segunda Guerra Mundial, sino que también navegó la desesperación del exilio y la fragilidad de la esperanza. Massilia narra un fragmento poco explorado del exilio europeo hacia América Latina, con especial enfoque en Argentina. Hombres y mujeres, intelectuales y artistas, españoles, compraban un billete de ida sin garantías, sin retorno. Un pasaje a lo desconocido. Las posibilidades de supervivencia eran mínimas, pero el deseo de vivir —y de escapar— era inmenso.
La obra logra relatar una de las temáticas más existenciales y profundas de la condición humana: el desplazamiento, la pérdida y la búsqueda de sentido. La sencillez de Massilia no es una carencia, es una elección estética. Y es justo ahí donde reside su fuerza. Hay algo ingenuo y dulce en cómo nos presenta este drama colectivo. Entre lágrimas contenidas y emociones a flor de piel, se construye un espectáculo que no solo se ve o se escucha: se siente y se palpa.
Desde el primer minuto, sentimos que cada elemento ha sido minuciosamente trabajado. Nada está puesto al azar. La obra se articula en catalán y castellano con total fluidez, como si ambos idiomas dialogaran entre sí, como si fueran parte natural de esta historia que atraviesa continentes y culturas. Los silencios son tan elocuentes como las palabras. Los objetos, mínimos, se transforman en puertas a la memoria. Y en esos gestos contenidos, en esas miradas cruzadas, Massilia nos dice más que muchas narraciones.
La iluminación, a cargo de Lluís Serra, tiene un papel fundamental. En una escena especialmente potente —la del submarino—, las luces y el sonido se combinan con objetos cotidianos para construir un realismo sonoro que pone la piel de gallina.
El trabajo actoral es admirable. Laura María González, Júlia Molins, Martí Salvat, Lluís Marquès se mueven dando volumen e intensidad a la obra. Hay una buena escenografía creada por Helena Mateos-Serna, que la hace tan natural, como si estuviésemos escuchando a un grupo de amigos que, sin dejar de contarnos una historia, también nos hablan desde lo íntimo, lo personal. Sus voces no solo narran: cantan, evocan, revelan. Las canciones integradas en la obra son tan honestas como potentes, y ayudan a ponerle alma a los pensamientos de aquellos que, en su momento, lo dejaron todo para empezar desde cero.
El conflicto político de fondo —esa Argentina dividida entre derecha e izquierda, entre miedo y esperanza— se convierte en una metáfora del presente. La carrera de caballos que se menciona en escena es el espejo perfecto de una sociedad rota, expectante, nerviosa. Y mientras tanto, Europa arde. El fascismo se expande y el mundo cuida que no le salpique.. Massilia nos recuerda lo que ocurre cuando unos pocos levantan la mano pidiendo ayuda… y pocos quieren escuchar.
Esta obra no es solo teatro: es memoria viva. Es una caricia y una herida. Es el tipo de historia que no se olvida fácilmente, que te deja una marca. El arte de Massilia no reside solo en lo que cuenta, sino en cómo lo cuenta: con verdad, con humildad, con pasión.
Salir del teatro tras ver esta obra es llevarse un pedazo de historia en el pecho. Una historia que merece ser recordada, y un barco —el Massilia— que, aunque muchos no conocían, ahora navegará para siempre en nuestra conciencia.
Crítica realizada por Yadi Agurto