El Premio Nobel de Literatura en 2005, Harold Pinter, es el protagonista del último estreno del Teatro de la Abadía de Madrid con la puesta en escena de sus Viejos Tiempos. Una dramaturgia dirigida por Beatriz Argüello con la que Ernesto Alterio, Marta Belenguer y Mélida Molina se proponen aflorar el conflicto de su peculiar triángulo.
La magna institución sueca reconocía a Pinter hace veinte años “por descubrir en sus obras el precipicio que se esconde tras nuestras charlas cotidianas y las fuerzas que nos oprimen tras las puertas cerradas de nuestras habitaciones”. Días después, durante el discurso de aceptación del galardón, él mismo señaló que “no hay grandes distinciones entre lo que es real y no lo que no lo es, entre lo que es verdad y lo que es falso. Una cosa no es necesariamente verdad o falsa, puede ser ambas”.
Viejos tiempos es una clara muestra de ambas aseveraciones. Escrita en 1971, nos sitúa en una casa con vistas ante un paisaje que combina aislamiento, mar y oscuridad. Allí tiene lugar el reencuentro entre Kate y Anne, dos mujeres hoy maduras que dos décadas atrás compartían piso en Londres mientras trabajaban, visitaban exposiciones y salían de fiesta. En la actualidad, la primera vive en el campo con su marido, mientras que la segunda va a visitarla desde Sicilia.
Una situación como cualquier otra que podría dar pie a la continuidad entre el ayer y el hoy, la contraposición entre cómo fuimos y cómo somos, qué dijimos e hicimos y cómo lo hemos olvidado o lo tenemos presente, o a la interrogante de en qué seguimos siendo iguales y qué nos ha hecho diferentes. Pero Harold Pinter va más allá y, sin concretar nada, desarrolla un juego de espejos, reverberaciones, huidas, escondites y provocaciones en un planteamiento dramático tan sencillo como claustrofóbico. Un escenario, tres personajes y nada más que su verbo y sus cuerpos.
Sus textos exigen saber utilizar con suma fineza la expresividad del mirar y el rehusar los ojos del otro, la presencia sin dinamismo y la gestualidad minimalista. Sus intérpretes han de irradiar energía más que desarrollar acción. Su objetivo último es envolver a los espectadores en una atmósfera de desasosiego sin lógica aparente, pero con razones ocultas, muy difíciles de explicitar y concretar en palabras, que revelen la profundidad de los hechos que revelan la génesis de un hoy en el que pasado, presente y futuro se han licuado y congelado.
Sin embargo, la experiencia vivida con la propuesta de Beatriz Argüello (con quien disfruté como actriz en Carmen, nada de nadie, El castigo sin venganza o Refugio) no ha sido de intriga o desazón, sino más bien de un cierto misterio aburguesado en el que sus habitantes parecen más personas insatisfechas, deseosas de encontrar los alicientes que les faltan a sus vidas, el elixir que necesitan para no venirse abajo y seguir manteniendo juntas las piezas que les permitan unos mínimos de cordura.
A este Viejos tiempos le falta fuerza, no nos lanza a la negrura y a lo hondo. En ocasiones se acerca a este ánimo con el uso de la iluminación de Paloma Parra y la interpretación de Mélida Molina, pero es un registro que no se ve en el resto de cuanto vemos suceder en la escenografía diseñada por Carolina González. Ernesto Alterio y Marta Belenguer resultan más intermediarios entre el libreto traducido por Pablo Remón y el patio de butacas que dos seres atractivos y de los que distanciarse a la par.
Harold Pinter no es un autor fácil, exige arriesgarse y lanzarse al abismo, plantear y no responder. Todo lo que sea permanecer cómodo al abrigo del escenario, ofreciendo algo que mirar y no en lo que retar a ver, es quedarse a medio camino en el propósito de sus creaciones.
Crítica realizada por Lucas Ferreira