Dentro de la extensa producción de Pedro Calderón de la Barca destacan tres títulos por encima del resto: El alcalde de Zalamea, La vida es sueño y El gran teatro del mundo. Esta última ha llegado estos días al Teatro Romea de Barcelona, tras estrenarse en Madrid, en una nueva producción a cargo de la Compañía Nacional de Teatro Clásico dirigida por Lluís Homar.
Es famoso que Shakespeare escribió en Como gustéis aquello de que «El mundo entero es como un escenario, mujeres y hombres no son más que actores, todos tienen sus entradas y salidas». Pero por famoso que sea no fue el primero que formuló la idea, subyaciente desde al menos hace dos mil años ya en el Enchiridión de Epícteto. Y en España, Quevedo o Cervantes ya lo habían puesto por escrito antes de que Calderón de la Barca dedicara una obra entera a la cuestión: El gran teatro del mundo.
En esta obra que ahora disfrutamos en la ciudad condal podemos ver al sacerdote y dramaturgo debatirse entre sus dos pasiones y, en plena Contrarreforma, ceder ante la necesidad de escribir una obra moralizante y eucarística, un auto sacramental, pero de manera muy salomónica, a la vez darle una atractiva forma teatral. Porque El gran teatro del mundo son dos obras: un prólogo y epílogo en los que Dios (el Autor) encarga al Mundo una representación, este viste a la compañía y tras la misma se premia o castiga a los intérpretes, y la representación en sí, véase, la vida y lo que cada uno hace con el papel y el tiempo que le han sido dados.
La segunda mitad, si se quiere, es la más manida, maniquea y edificante: los buenos al cielo, los malos al infierno, los favoritos de la Iglesia, perdonados. Pero lo verdaderamente interesante pasa en los dos primeros segmentos: ese encuentro entre el Autor (Antonio Comas) y el Mundo (Carlota Gaviño) y ese repartimiento de papeles entre actores que no necesariamente están conforme con su rol… casi 300 años antes de Pirandello y sus Seis personajes en busca de autor. Ahí es donde realmente se desarrollan los impulsos innovadores, teatralmente muy potentes, de esta obra, en esa suerte de prólogo rompedor.
El grupo de actores y personajes que reciben «al azar» son Jorge Merino (el rey), José Luis Verguizas (el rico), Pilar Gómez (el labrador), Yolanda de la Hoz (la hermosura), Aisa Pérez (la discreción, es decir, la religión), Clara Altarriba (el pobre) y, aún más desdichada, Malena Casado como el que muere sin nacer. A ellos se suman Chupi Llorente como una regidora celestial (la Ley de Gracia) y un percusionista siempre fuera de escena, Pablo Sánchez, que marca los ritmos y tiempos. Calderón usa el texto aquí para concienciar a sus contemporáneos de que no importa con qué suerte se llega al mundo, sino lo que se hace con ella de cara al Más Allá, además de aprovechar para recordarles la importancia de rezar por aquellos que están en el Purgatorio.
El verso fluye. El vestuario es sencillo pero muy oportuno para dibujar a cada uno de los cuasi-personajes, siendo por supuesto Dios y el Mundo quienes quedan mejor vestidos por Deborah Macías. Buena parte de la obra transcurre ante el telón, aunque la obra dentro de la obra, «Obrad bien, que Dios es Dios», tiene lugar en un gran espacio monumental, vacío, diseñado por Elisa Sanz, entre dos puertas, la del nacimiento y la de la muerte.
Calderón consigue convertir conceptos abstractos en algo muy comprensible y didáctico, sin renunciar al mismo tiempo a lo que hace del teatro algo tan potente. No solo se trata de hacer de la doctrina algo que luego llamaríamos Brechtiano, sino aprovechar también la fuerza dramática del teatro por sí misma. Posiblemente sean Altarriba y Gómez las que se llevan el gato al agua en ese sentido, pero en conjunto toda la compañía cumple bien con sus cometidos. Bajo la dirección de Lluís Homar, el sentido teatral de la obra refulge con la CNTC… aunque el moral quizás se nos haya quedado un poco anticuado.
Crítica realizada por Marcos Muñoz