Entre 1970 y 1971, se desarrollaron dos musicales sobre Jesucristo que acabaron llegando a Nueva York: Jesus Christ Superstar en Broadway y Godspell en el off-Broadway. Un nuevo montaje de este último, nacido en el Teatro del Soho de Málaga, empieza ahora su gira estatal en el Teatre Poliorama de Barcelona, dirigido por Emilio Aragón.
Godspell fue escrita en 1970 por John-Michael Tebelak como tesis en la universidad Carnegie de Pittsburgh, a partir de las parábolas y la pasión de Jesucristo, desprendiéndolas de su aura religiosa y entendiéndolas filosóficamente. Para ello, imbuyó al Mesías y sus seguidores del aura del payaso, el teatro de máscaras, las marionetas, las variedades. Al año siguiente, sus productores eliminaron la partitura original y contrataron a otro alumno de la Carnegie, Stephen Schwartz, quien añadió una multitud de ritmos modernos (rock, pop, vodevil… y sí, gospel) a una serie de letras que, en parte, venían de himnos de tradición episcopaliana.
Godspell se estrenó en España en 1974, todo un hito para la época con hasta tres compañías de gira. Fue también el primer musical que vieron tanto Antonio Banderas como Emilio Aragón, lo que les llevó a convertirse ahora en productor y director de esta nueva versión. Y, bien pensado, ¿quién mejor que Emilio Aragón para llevar las riendas de este montaje?
La siempre fiable Roser Batalla firma la adaptación de este montaje que tiene en cuenta el valor mutable y adaptable que late siempre en el corazón de Godspell. Aunque el musical tiene una serie de historias y canciones que deben aparecer en el montaje, también es consciente de que debe adaptarse a los lugares en los que se representa y ofrecer a los creativos libertad a la hora de presentar las historias, canciones y parábolas. En un musical como Godspell, que no tiene argumento en el primer acto sino la lenta construcción de una sociedad, de una comunidad, a partir de la aceptación de las diversas parábolas y mensajes que transmite el personaje de Jesús, con unas canciones que a veces se limitan a repetir una sola frase-mantra, el uso de estos elementos escénicos, la interacción entre ese grupo de payasos entrañables, coloridos, con pequeños rasgos distintivos, sustituyen al argumento-historia a la hora de desarrollar una evolución temporal y de construcción de personajes.
Los más serios, si se quiere, un poco los clowns carablancas de la función, son Adrián Salzedo (Jesús) y Alberto Ladrón de Guevara (Juan Bautista/Judas), con unas voces claras y cristalinas que rompen el caos disonante de la pieza inicial de la obra. A su alrededor, una serie de personajes sin nombre fijo que, como manda la tradición, reciben el de los actores que los interpretan: Lucía (Ambrosini) y Nuria (Sánchez) son las discípulas más tiernas, a su lado, más sensuales, Érika (Bleda), lo más parecido a una Magdalena en esta función, y Juls (Sosa), inocente y seductora cabaretera, y la intensa y fiel Noemí (Gallego). Raúl (Ortiz) y Andro (Crespo) añaden locura y pluma, mientras que Iván (Amigo) parte como el más vulnerable de todos, para acabar dinamizando.
Pero todo eso mientras se transforman y adaptan en función de lo que las parábolas y canciones piden de ellos. Las coreografías (de Carmelo Segura) cada vez más conjugadas a medida que los individuos se convierten en colectivo. En uno de los detalles más bonitos que unen este atípico primer acto con la más tradicional (aunque condensada) Pasión de la segunda: cada una de las canciones establece un símbolo personal entre Jesús y los discípulos, a veces llamativo, otras discreto, que acabará siendo su enlace personal con él. La religión en el sentido más personal de relación entre un dios y su fiel, o entre una filosofía y su adepto.
El rico vestuario que crea Gabriela Salaverri se permite jugar con todos los patrones del circo además de con todos los colores del arco iris, e incluso un pequeño guiño a la famosa camiseta de Superman del Jesucristo original. Las luces de Juanjo Llorens sacan mucho partido a la escenografía de Sebastià Brosa. Y de hecho iluminación, vestuario y decorado se desdibujan a medida que las escenas mutan en otros tipos de teatro para explicarnos todas las parábolas, casi todas ellas muy familiares en nuestra sociedad, de otras formas.
Godspell es un musical mucho más complicado que Jesucristo Superstar. Donde la obra de Webber y Rice usa solo el rock para ilustrar un triángulo personal desde el punto de vista jugoso de Judas, aquí Godspell es más sutil. Sí, usa el rock para dinamizar el gospel y el himno religioso, sí, trata la religión como filosofía usando la figura del payaso de forma muy inteligente, pero no tiene un argumento que le ayude a funcionar con la misma construcción de una tensión, de hecho la segunda parte más argumental de la pieza casi parece menos Godspell que la primera. Porque son los himnos, esas preciosas canciones como «Prepare Ye», «Day by Day», «Beautiful City», «Learn Your Reasons Well», «Turn Back, O Man» o «Light of the World», las que acaban convirtiendo lo cotidiano en especial, lo individual en colectivo, el espectáculo en algo distinto y maravilloso. Este montaje de Godspell parte con desventaja pero cumple con creces el objetivo de crear una maravillosa experiencia teatral.
Y a quien llegue al final y le falte una culminación: piense bien en todo lo que ha oído durante esta obra. Y quien tenga oídos, que escuche…
Crítica realizada por Marcos Muñoz