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09.09.2024 Críticas  
La colección – Crítica 2024

Una colección de arte puede ser valiosa sin que contenga nada de valor, solo hace falta que se cuenten las suficientes historias a su alrededor para que su mito y sus dueños se revaloricen más que cualquier tipo de arte. No es más que una de las muchas reflexiones que pone en escena La colección, de Juan Mayorga, que estos días podemos ver en el Teatre Romea de Barcelona.

El académico Juan Mayorga escribe y dirige a cuatro actores sobre el escenario, con acercamientos distintos a una misma pulsión: un matrimonio de viejos coleccionistas, dueños de un conjunto de obras de arte casi legendario (José Sacristán y Ana Marzoa), la aspirante a heredar la misma (Zaira Montes) y un joven más bien esquivo que parece trabajar para el matrimonio pero que tal vez sea un contrincante para hacerse con el legado artístico (Ignacio Jiménez). La obra transcurre en un almacén lleno de cajas, de aspecto religioso, que no contienen la colección en sí sino el catálogo de la misma. La colección será objeto de misterio, de deseo, de enfrentamiento, pero comprender el motivo de su existencia y preservación acabará por abrirnos el camino a otra comprensión, la de las personas que se ven atraídas por el coleccionismo, las historias que encierran cada una de las piezas, y cómo la posesión de las cosas y de las personas puede acabar obsesionando y trascendiendo al propio ser humano.

La colección es también un combate de boxeo dialéctico a varios asaltos, donde la derrota puede ser estratégica y la victoria puede comportar pérdidas irreparables. La historia de esta obra es importante, con un «high concept» interesante, pero acaba siendo aún más potente el desarrollo de los personajes, en particular el matrimonio, singular, que encarnan Sacristán y Marzoa, entrañables y odiosos a partes iguales, entregados, hiperespecializados y al mismo tiempo desconectado. Frente a ellos la «aspirante» de Montes desea convencerlos y a la vez mantener su propia agenda personal, su propia obsesión coleccionista y apego a su familia, mientras que el «ayudante» de Jiménez no está en principio interesado en el coleccionismo, sino en el matrimonio, y velará por ellos a cualquier precio.

Sacristán y Marzoa dominan sus personajes de una manera magistral, alejándose de tics y creando a dos personas complejas, débiles y fuertes a su manera, que dominan la escena sin excesos. La almeriense Zaira Montes, por su parte, les da la réplica exacta para convencernos de que tiene tanto una obsesión similar como un distinto acercamiento a la misma, convirtiéndose en algo más que una comparsa o una extensión de los otros dos, imprescindible para el tira y afloja al que vamos asistiendo. El Carlos de Ignacio Jiménez es igualmente solvente pero le falta tiempo de desarrollo en escena, y aunque la resolución final de su trama funciona, lo hace por lo que hemos visto hablar a los otros personajes en escena más que por lo que a él le ha ocurrido fuera de la misma.

La escenografía de Alessio Meloni funciona incluso en la versión reducida respecto a la que tuvo en el Teatro de la Abadía, porque ese espacio que en Madrid era mayestático, casi litúrgico, adquiere en el Romea un talante de antesala que también le sienta muy bien. La colección puede funcionar en grandes teatros como en distancias muy cortas, podría funcionar incluso con solo un archivador, un agujero y los cuatro personajes, y es en parte por la colaboración de Juan Gómez Cornejo creando espacios y llevando la atención donde debe.

El conjunto de la obra es un ejercicio magnífico de teatro, reflexionando sobre cuestiones complejas a partir de algo aparentemente sencillo, jugando metáforas por encima de elementos reales y salpicando de una mística propia y apasionante sobre ese submundo secreto de coleccionistas, sociedades ocultas y piezas imposibles. Las historias valen más que las piezas. Las piezas valen más que la vida. El tiempo, por ejemplo, es uno más de los ejes temáticos de la obra, importante en las mismas colecciones y como (re)valorizador del arte. La experiencia humana, la obsesión, la verdad: todo ello se explora de manera sutil o directa a lo largo de las dos horas, que quizás se alargan un poco más de lo esperado cuando, tras el clímax argumental estira aún la pieza con una suerte de epílogo con el cierre del elemento personal.

Acabamos creyendo saber de qué va realmente esa colección, pero está todo en nuestra cabeza. Y sin embargo, hay pistas, en lo que se habla de ella pero también en quienes hablan de ella. En sus renuncias. En sus apuestas. En sus desafíos y sacrificios. La colección, la obra de teatro, es satisfactoria y estimulante, pero sus personajes son infinitamente más interesantes que cualquier cuadro.

Crónica realizada por Marcos Muñoz

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