Solo quedan unos días de funciones de El día del Watusi en el Teatre Lliure de Gràcia. Pero es que ya no hay posibilidad para verla, porque se han agotado todas las entradas. Sí, casi antes de empezar, ya estaba todo vendido. ¿La razón? Pues que Ivan Morales ha adaptado y dirigido algo culturalmente tan inmenso como lo que se merece esta ciudad y nadie se lo quiere perder.
La noche del sábado pasado me estallaba la cabeza cuando se apagaban las luces para anunciar el fin de la función de ese día. No se habían encendido las luces de nuevo, que ya se intuían sombras levantándose en masa para aplaudir y ovacionar la ¿obra?, ¿montaje teatral?, ¿experiencia escénica?, ¿performance?, ¿o todo ello a la vez? O, en otras palabras, eso tan especial que acabábamos de vivir. Empezando por ese final, creo que me será más fácil explicar lo que está pasando estos días en la Sala Gràcia del Teatre Lliure.
No conocía a Francisco Casavella ni a su obra. Lo sé; soy de cultura tardía, pero no me importa admitirlo. Pero también soy de las que piensan que es mejor tarde que nunca. Así que de la cuasi obsesión de Morales ahora unos podrán recordar la que se presentó en su momento como una trilogía, ahora por fin encarnada y sobre las tablas y otros, además, podremos acercarnos y conocer una obra clave para los que nacimos en la Barcelona de los 70 del siglo pasado. Gracias, Iván, por hacer lo que has hecho. Al final Los juegos feroces, Viento y joyas y El idioma imposible se unificaron en El día del Watusi y tú te has tomado tu tiempo para exprimir, trasladar y condensar las casi mil páginas en un montaje de más de cuatro horas. Tiempo que se entiende necesario para, al menos, no perder las esencias de todo lo que Casavella quiso contar. En realidad, cuatro horas y cuarto (con dos pausas) que pasan volando, como las ganas de volar de Fernando Atienza, su protagonista.
Los tres libros se han convertido en tres actos. Y estos transitan por los lugares que Fernando vivió y sufrió. Desde las Casetas de Montjuïc donde el 15 de agosto de 1971 vio por primera vez un cadáver a sus 13 años hasta que, poco antes de las Olimpiadas, lo encontramos malviviendo y haciendo ‘trapis’ por la zona de la Plaça Reial, pasando por la época donde trabajó para gente influyente de la zona alta de Barcelona. En El día del Watusi hay recuerdos, hay suspense, hay risas, hay música, hay emoción. Y también hay catarsis y hay reivindicación. La vida de Fernando le sirvió a Casavella entonces para explicar el tardofranquismo y la transición y hoy Morales lo usa, además, para recordarnos cómo era y qué fue Barcelona hasta el lavado de cara del 92.
Ivan Morales ha plasmado perfectamente el espíritu de una época y Jordi Busquets le pone la música a ese espíritu. Jose Novoa contribuye, además, con un espacio escénico funcional, de pocos elementos inicialmente, que ha medido que el tiempo avanza rellena con elementos, dándole al final un punto caos-punk y que junto al vestuario de Oriol Corral y la iluminación de Ana Rovira, nos arrastran a ese pasado condal.
Y si lo que ha hecho Ivan Morales como director es estratosférico es, en mucha parte, por tener a un Fernando Atienza de excepción: Enric Auquer. No sé ni por dónde empezar. La tarde del sábado pasado yo me sentaba en la platea del Lliure de Gràcia para que Fernando me explicara parte de su infancia y de su juventud. Un Fernando Atienza macarra, chabolista, espabilado por necesidad y con unas tremendas ganas de vivir, de ser alguien. Auquer cada noche, en algún tipo de ritual pre-función, se convierte en Atienza. Y como la mayor parte del tiempo se rompe la cuarta pared, es aún más fácil acompañarlo en esta suerte de ‘road-trip’ que comparte con el público a diario. No hay palabras para describir lo que Auquer hace sobre el escenario. Lo que le da a la audiencia en esta función es, primero de agradecer, y segundo de admirar. La entrega con la que se imbuye del personaje durante todo el tiempo que dura la obra (no sale de escena nunca) y la evidencia palpable de haber querido darlo todo hace que Atienza ya se haya convertido en alguien inolvidable.
Y junto a él, un elenco de excepción del que el director ha sabido rodearse. A destacar en el primer acto el compañero inseparable de Fernando, Guillem Balart como Pepito el Yeyé. Enorme. Si Auquer como Atienza hipnotiza, Atienza y Pepito juntos son droga de la ‘güena’. Yo los veía y me decía: «quiero a Atienza y a Pepito todos los días conmigo». Son la pareja del año, por no decir del lustro. Un primer acto que pasa en un suspiro con las aventuras y batallitas que viven los dos niños en busca del Watusi. Donde no sabes si te ríes más con uno o con el otro. Donde no sabes si te da más pena uno o el otro. Y donde no sabes si quieres salvar más a uno u al otro. Auquer se sale, y Balart e sale con él. Es, de verdad, el mejor arranque que podía tener esta insólita experiencia.
Algo parecido pasa con Raquel Ferri, en el papel de Elsa, la novia ‘yonqui’ de clase media de Atienza en el tercer acto. Que la comunión que acontece a nivel interpretativo y actoral entre ambos actores es un regalo para el espectador. Que después de 3 horas de función, seguir subiendo el listón es un ejercicio, cuanto menos, agotador y, cuanto más, de admiración. Ferri y Auquer consiguen arrancar el último acto por todo lo alto. Y ya mantenerlo así, hasta el final.
Durante el Acto II, el montaje baja un puntito de intensidad (que no de interés) posiblemente porque es la parte menos dramática pero en la que se explican más cosas. Aquí es, sin embargo, donde David Climent adquiere protagonismo como el banquero Tomás del Yelmo y fundador del Partido Liberal Ciudadano y sus consecuentes sobornos, donde se crece en su interpretación (sin pasar por alto, por supuesto, sus intervenciones como el Topoyiyo o la francesa).
El resto del elenco trabaja, de igual forma, con una entrega que suma al éxito de la función, para llevar en volandas a aquel niño camorrista que se hizo mayor, mientras parecía que Barcelona se hacía mejor. Vicenta Ndongo como la madre de Atienza, Xavi Saez como Guillermo Ballesta y Bruna Cusí como Tina, la prostituta de lujo del segundo acto están rompedores. Pero es que todos ellos, a excepción de Auquer, se desdoblan de forma maravillosa en múltiples personajes a lo largo de esta loquísima aventura que explota ante nuestros ojos entre búsquedas y huidas, luchas por la supervivencia, carreras por la ciudad, conversaciones de madrugada y todo en un intento de explicar, como en su momento dijo su fallecido autor, «los cómos, los porqués, los para qués y los qués» de la transición española.
Al final, en El día del Watusi, el Watusi es el que menos importa. Lo que importa es lo que se vivió en Barcelona en el último cuarto del siglo pasado; esa ciudad bañada por el Mediterráneo, donde se comía paella en la playa de la Barceloneta, donde niños charnegos malvivían en la parte baja de Barcelona, mientras que los de la zona alta, en la montaña, parecía que sean de otro planeta. Lo que importa es lo que se cocía en las cabezas y los corazones de una época que ya no volverá. Lo que importa es lo que se tuvo que luchar para dejar atrás muchas cosas que costaban arrancar. Que son las cosas que Fernando Atienza nos tiene que contar.
Yo, también charnega pero rozando la clase media, muchas de esas cosas las viví. En la otra punta de la ciudad, en su extremo norte, pero recuerdo lo de que mis amigos de La Mina me contaran como los gitanos subían los burros al piso, de cómo oían los disparos en el bloque de enfrente o de cómo sus madres eran reputadas camellos del barrio y ellos intentaban con grandes dificultades huir de ahí. Recuerdo de cómo muchos empezábamos a trabajar con 16 años ‘pelaos’ y cómo no fue hasta que te hiciste mayor que empezaste a conocer ‘la otra Barcelona’.
Así que es normal que el sábado noche me estallara la cabeza. Fue una regresión de cuatro horas a una parte de mi juventud. Y tal y como Iván Morales nos tiene acostumbrados en sus montajes, donde la música tiene un papel esencial, creo que no puedo elegir mejor broche a la crítica de esta inolvidable vivencia que con la canción que cierra la función (¡catarsis final!), Watusi ’65 de Els Surfing Sirles, que su estribillo reza «Señor, dame unas alas o quítame las ganas de volar». Pues sepan ustedes, barcelonesas y barceloneses, que El día del Watusi te da alas y te hace volar.
Crítica realizada por Diana Limones