Viene de una intensa gira de semanas por los teatros de Catalunya y estos días recala en el Teatre Romea de Barcelona, donde la esperábamos como agua de mayo. Con un elenco diferente al original que estrenó la obra en Madrid, Jauría, con dramaturgia que firma Jordi Casanovas, sí que continúa en esta nueva vuelta con el mismo director, Miguel del Arco, uno de los pilares de Kamikaze Producciones, que ya es mucho decir.
Algún tiempo después de su rotundo éxito en 2019, recuerdo que un día en el TNC vi a Jordi Casanovas de espectador, y me acerqué a él. Evidentemente, él no me conocía, pero mantuvimos una amable conversación de unos minutos justo antes del comienzo de la obra que íbamos a ver. Recuerdo que mi primera pregunta fue: «No puedo entenderlo, ¿por qué nadie programa Jauría en Barcelona?» A lo que él me contestó, encogiéndose de hombros: «No lo sé…» Yo había escuchado hablar por mi amigo Moi Casas, crítico también de EnPlatea, del fenómeno que había supuesto este montaje allí, en Madrid. Y no entendía, no podía entender, que nadie programara algo así en Barcelona, de un autor de nuestra casa y con una temática tan sumamente sensible e interesante para los espectadores. Cinco años ha costado, pero ya la tenemos aquí, gracias al Teatre Romea. Y tal y como esperaba, es un montaje que engancha y que genera admiración (por ese maravilloso proyecto que se ha llevado a las tablas) y, a la vez, repulsión (hacia la historia y todo lo que ocurrió).
Casanovas ha realizado un ejercicio de teatro verbatim usando las transcripciones de las declaraciones en el juicio a «La Manada», que empezó en el 2017 a raíz de la denuncia de una mujer agredida sexualmente por cinco hombres durante las fiestas de San Fermín. El texto es duro, como cabe esperar, pero Casanovas no se regodea en exceso en el morbo de la agresión, sino en todo lo que rodeó aquel caso: las consecuencias emocionales de la víctima, la reacción (y opinión) que hasta aquel entonces mantenían ante casos así agresores y funcionarios y como aquel proceso y su sentencia sirvió de punto de inflexión en la historia de España.
En la dirección escénica, Miguel del Arco toma la batuta y dirige de nuevo, de forma magistral, el suceso y el ulterior juicio gestionando la interpretación a dos bandas durante la mayor parte del trabajo: las declaraciones en el juicio se alternan con los hechos que acontecieron el día de autos.
Artur Busquets, Francesc Cuéllar, Quim Àvila, David Menéndez y Carlos Cuevas dan vida a los miembros de «La Manada». Machistas, negligentes, insensibles, descarados, abusivos. Tanto su actitud en los San Fermines como posteriormente en el juicio hace que quieras que sean crucificados. Y eso es posible porque los cinco actores se meten en el papel hasta el final. Y, sin embargo, cambian de registro y consiguen darle la misma credibilidad. Los cinco son como uno. Como una horrible nube de tormenta que no desaparece de la cabeza de la víctima. Que no dejan de revolotear alrededor de ella, hasta llegar a asfixiar.
Al trabajo de los actores se suma el espacio escénico, puesto que a pesar de ser un teatro grande, consigue esa sensación de opresión recreando el cubículo donde ocurrió la agresión. Alessio Meloni crea una escenografía negra (y son las luces de Juan Gómez Cornejo las que crean ambientes) y solo la pequeña habitación, abierta al público, donde ella es ultrajada.
Junto a los actores (que han tenido a un excelente coach andaluz, Pere Navarro), Ángela Cervantes recrea a la víctima, que de estar pasando una noche de fiesta, acabará en un juicio en el que parece que la denunciada sea ella, tras haber sido víctima de una agresión sexual grupal. Es imposible no empatizar en esta historia. Pero tener la capacidad de transmitir todo lo que esta joven vivió, sin haberlo vivido, requiere de un ejercicio masivo de interpretación. Y la Cervantes sale airosa.
En definitiva, se puede decir que los seis actores se dejan la piel para dar voz a un caso como este, que hiela la sangre cada vez que lo piensas. Y la hiela aún más, saber que no es un caso aislado. La propia «Manada» ya había hecho cosas parecidas anteriormente. Y lo único que se extrae de su grupo de Whatsapp son muchos alardes, pavoneos y unos cuantos «ja, ja, ja». Que en el siglo XXI no se tenga claro aún dónde están los límites es, cuanto menos, preocupante. Y nos hace falta teatro así de continuo para recordarnos quienes somos y cómo estamos.
Es por eso que Casanovas consigue con esta ficción documental que el público del Teatre Romea se esté levantando todas las noches. Eso, en Barcelona, no es lo normal, no porque no haya teatro del bueno, sino porque no hay costumbre. Pero la gente ovaciona los trabajos bien hechos que además acucian la conciencia social a reaccionar… de los que se la dejan acuciar.
Crítica realizada por Diana Limones