Salomés hay muchas: la de Theda Bara, la de Yvonne de Carlo, la de Rita Heyworth… Magüi Mira coge al personaje bíblico, busca a la persona que había detrás, sin desproveerla de su hálito embriagador, y lo enfrenta a la realidad de millones de mujeres a lo largo de la historia. Y tras verla en el Teatro Goya de Barcelona, Salomé solo puede ser la de Belén Rueda.
Magüi Mira (autora y directora de esta Salomé) toma el mito bíblico, a partes iguales con la versión teatral de Oscar Wilde, y le añade algo más que un poso de punto de vista moderno sobre la opresión del patriarcado. Es, casi, la única pega que se le puede poner a la pieza: su implacable subrayado. Al final de la última canción de la obra, Juan el Bautista habla de alegorías… pero poca metáfora o alegoría hay aquí: todo se presenta y se explicita, descarnadamente, dejando muy poco espacio al espectador para la interpretación o a la lectura.
Hablamos de canciones, aunque Salomé no es exactamente un musical. Tiene tres temas, compuestos por Marc Álvarez, todas en boca de Juan el Bautista (muy solvente Pablo Puyol), con una cierta simpleza y repetición en las letras y en las melodías ascendentes, y un gran, a veces absoluto, estatismo en la ejecución. La impresión es más de un ciclo de canciones temáticas (a la manera de un Songs for a New World) que del dinamismo de un musical donde los personajes se expresan hablando hasta que necesitan cantar. Aquí solo canta Juan (como solo baila Salomé), solo canta sobre su situación, su objetivo y sus visiones, y lo hace desde ese estatismo que le resta fuerza… pero quizá esa es la intención, dejarlo preso e impotente incluso en sus canciones.
El espectáculo tiene tres grupos de intérpretes con caracter diferenciado: están los tres protagonistas más dramáticamente involucrados en la trama y su poesía, Juan, Salomé (Belén Rueda) y el narrador y confidente de todos, la estrella Sirio (Sergio Mur), mutable y ajeno, etéreo y carnal. Están los reyes de Judea, Herodías (Luisa Martín) y Herodes Antipas (Juan Fernández), matrimonio mal avenido, viciosos exponentes de lo peor del poder, ogros excesivos, casi una pareja de guiñol. Y luego está el cuerpo de soldados de Herodes (Antonio Sansano, Jorge Mayor, José Fernández y Jose de la Torre), en realidad un solo personaje con muchas cabezas, ejecutores crueles y lascivos de la voluntad de su amo y del dominio del patriarcado, sin doblez, sin perdón. A los reyes, incluso en su maldad, aún los reviste cierto drama de sus historias personales y lo que tienen en contra (el poder de Roma, el pasado con Filipo, las revueltas populares), pero a estos soldados no los atenua ningún atisbo de empatía. El vestuario de Helena Sanchís nos ubica perfectamente tanto en las situaciones personales de cada uno, con una mezcla de ropa de época y atemporal) como con su nivel de sensualidad, un elemento muy importante dentro de toda la obra.
Siendo como es un trabajo de equipo, y con todo el mundo cumpliendo a la perfección las labores, amargas o agradecidas que le tocan, si Salomé funciona tan bien como lo hace es por el fenomenal trabajo de Belén Rueda. La actriz se inviste de la inocencia de la princesa de Judea, de la sensualidad desbocada que corre por su interior, de la pasión por Juan el Bautista, de la locura tras su rechazo y del atisbo final de su horror. En voz, movimiento, danza incluso, Rueda encarna y descarna todas las facetas de la mujer, el mito, la seductora y la seducida. Es una Salomé despiadada y que mueve a la compasión, salvaje y afectuosa, desatadamente sensual y profundamente incomprendida.
Como he dicho, el texto de Salomé puede tener algunos defectos, incluso algunas incongruencias en el siempre delicado filo del juego con el destino y la reivindicación de la libertad. Pero los actores, todos ellos, y particularmente el embriagador trabajo de Puyol, Mur y, en cada escena y réplica, Rueda, lo convierten en uno de los espectáculos más impactantes, para el alma teatral, de la temporada.
Crítica realizada por Marcos Muñoz