El cáustico Mike Bartlett estrenó Love Love Love (no confundir con el espectáculo musical de Ramon Gener y Jose Corbacho) en Inglaterra en 2010, para hablar de la generación de hippies de los 60 y de cómo habían llevado a sus descendientes a un callejón sin salida. ¿Seguirá vigente en nuestra sociedad, ahora que se ha estrenado en La Villarroel de Barcelona?
La respuesta más inmediata es que sí, sigue vigente pese al cambio geográfico. Aunque Love Love Love interpela muy de tú a tú al público inglés (no es lo mismo hablarles a ellos de Londres, Oxford y Margaret Thatcher que a nosotros), su esencia es mucho más universal. Ni siquiera su apariencia publicitaria de crítica a los que intentaron criar a sus hijos a base de «all you need is love» es del todo exacta: por supuesto que algo de eso hay, pero Bartlett es más sibilino. Hablaremos de eso más adelante, porque Love Love Love es una obra de las que se ve, se ríen y se aplauden en el teatro, pero que te sigue persiguiendo cuando sales a la calle…
Pongamos primero nuestra atención sobre el montaje que podemos ver ahora mismo en La Villarroel. La compañía La Brutal, dirigida por Julio Manrique, coge el texto traducido por Cristina Genebat y lo convierte en uno de esos espectáculos que recuerdas durante años, ya desde el mismo planteamiento escénico: dos de las cuatro paredes de la caja escénica son sustituidas por mallas translúcidas, a ambos lados de las cuales se ubican las plateas. Rodeamos a la familia, la espiamos, la aplaudimos o deploramos, y en cierto modo formamos parte de ella, o cuanto menos somos sus vecinos. Un acierto total de Sebastià Brosa.
Todo va de la mano en este espectáculo: la forma y el fondo, la escenografía y la interpretación, el texto y las proyecciones. Cada elemento que se aporta suma, el sitio no es solo un sitio, la caracterización (magnífica caracterización de Nuria Llunell) es mucho más que un cambio de aspecto, los colores, la ropa: todo eleva la producción, añade sentido y refuerza el trabajo de los actores en escena.
Un trabajo, y por fin vamos a ello, antológico: en el centro, David Selvas como Kenneth y Laia Marull como Sandra. Los tres actos de la obra son casi como tres obras distintas, cada una con sus conflicto, que nos mueven a lo largo de las décadas, saltando de los 60 a los 90 y a los 2010. Ellos cambian, crecen, envejecen, se endurecen, se agrían o se ablandan, pero en cualquier caso son reconocibles, y lo que es más importante, creíbles en sus diferentes edades. La caracterización es crucial para ello, sí, pero sobre todo el trabajo de interpretación y la dirección de Julio Manrique, coger el texto e interiorizar muy bien cómo son esos personajes en ese momento de su historia para que todo fluya.
En un segundo plano, pero detonantes y receptores de los conflictos que van ocurriendo, se encuentran Clara de Ramon y Marc Bosch: ellos son Rosie y Jamie, los hijos de la pareja (adolescentes en el segundo acto y treintañeros en el tercero), y él además interpreta en el primer acto al hermano de Kenneth, Henry. Además de ser quienes son, representan la generación del baby boom que se mantuvo fiel a la mentalidad de sus padres, la que cambió con la apertura de los 60 y la que recibió la herencia de la Inglaterra post-Thatcher.
Y aquí volvemos al texto y a la construcción de los personajes. La Sandra de Laia Marull es un personaje desestabilizador, a veces ácido, desagradable, motor de inestabilidad y de cambio, de libertad casi solipsista. El Kenneth de David Selvas es alocado pero mucho más fácil de tragar, aunque sus ansias de libertad están también más reprimidas. Sin embargo, ambos no se sumergen sin más en la sociedad hippy, sino que parten de sus ideales para embarcarse luego en una vorágine de trabajo casi digna de los yuppies. Ese es el factor que provoca el conflicto del tercer acto y el que parece ser el objetivo final de Bartlett. Pero el autor no elige la vía fácil: concede el discurso a personajes que quizás no nos son del todo simpáticos o les hace acertar en las causas pero errar en las soluciones. Los hace falibles, muy humanos: hay una crítica a una enseñanza buenista, otra a una depredación animal de la sociedad capitalista, y ambas no tienen por qué ser coherentes por mucho que coexistan. Hay rabia, hay desconcierto y hay, finalmente, una consideración sobre la falta de oportunidades y la falta de sacrificio, y soterradamente a que el crecimiento de la sociedad no es sosteniblemente infinito, pero desde luego puede ser más paritario. «You may be a lover, but you ain’t no dancer».
Como dije, uno sale de Love Love Love habiendo reído mucho y disfrutado de una intensa noche de teatro. Pero entonces empieza a ejecutarse el troyano que Bartlett ha instalado en nuestras cabezas: ¿quién tenía razón? ¿Quién tenía más razón? ¿Somos así? ¿Qué se nos escapa? ¿Qué podemos hacer? Igual incluso a alguien le impulsa a iniciar una revolución. A fin de cuentas, todos queremos cambiar el mundo…
Crítica realizada por Marcos Muñoz