Búho es el nuevo montaje que Titzina presenta en el Teatro de La Abadía de Madrid. Una pieza de marcada poética visual que nos sumerge en un viaje onírico a través de la memoria y el olvido.
Diego Lorca y Pako Merino, los dos actores y dramaturgos detrás del proyecto Titzina, encontraron el germen de Búho tras visualizar un documental sobre el director de orquesta Clive Wearing, afectado por una amnesia severa que borra su memoria a corto plazo cada siete segundos. Esa imagen de la falta de recuerdos surgió en ellos con una forma física análoga a la oscuridad que reina en las cuevas y los espacios subterráneos. La combinación de estos dos elementos (memoria y oscuridad) embarcó a los Titzina en una investigación que se extendió durante dos años. En ese tiempo conocieron de primera mano las experiencias de los pacientes con amnesia tratados en el Institut Guttmann, recorrieron con los mossos de escuadra de la unidad del subsuelo las alcantarillas de Barcelona y se internaron en las cuevas cántabras para descubrir fascinantes pinturas rupestres.
Su investigación cristalizó en un texto pero sobre todo en un concepto. Así, el montaje que nos proponen trasciende su propio libreto. No creo que podamos aproximarnos a su obra con un rigor formalista. Búho es un viaje. Una experiencia teatral con una presentación confusa y onírica como son los destellos del recuerdo en el desierto del olvido. Una obra en la hay que sumergirse con libertad.
No obstante, no todo en Búho es concepto o disposición. Detrás de su magnética poética estética hay un hilo conductor y una historia. Ésta es la de Pablo, un antropólogo forense especializado en yacimientos paleolíticos, que resulta afectado por una amnesia severa tras sufrir un ictus y tiene que enfrentarse a un proceso imposible de recuperar su memoria.
La dramaturgia de Diego Lorca es interesante en lo formal. Sigue un relato discontinuo en el que se alternan las sesiones de Pablo con sus neurólogos con pasajes oníricos en los que nos adentramos en la memoria del paciente, siguiendo un hilo de Ariadna demasiado enmarañado para salir del laberinto de sus recuerdos. Sin embargo, es inevitable señalar que el gran acierto del montaje se encuentra en todo lo que no es el texto. La dramaturgia, aunque sólida y con diálogos bien construidos, se disuelve en la potencia estética y la belleza de los espacios que ambos actores construyen en escena.
La pieza es además positivamente ambiciosa en su concepción. El viaje del protagonista en busca de su propia identidad se une a reflexiones en las que excavamos en nuestra memoria humana colectiva con un resultado magnético que deriva en potentes proyecciones en las que surgen pinturas rupestres y manos dibujadas. Igualmente hipnótica es la plasticidad de los movimientos que Lorca y Merino ejecutan en escena. Su lenguaje corporal se crece en la escenografía minimalista diseñada por Rocío Peña. Una propuesta de gran belleza que encuentra un eco especialmente inspirador en el espacio sonoro que firman Jonatan Bernabeu y Tomomi Kubo que compusieron las piezas musicales de Búho al mismo tiempo que la obra se escribía; tal como explicó Diego Lorca en el encuentro con el público tras la obra. Esta ambientación musical sirve además de apoyo interesantes proyecciones de Joan Rodón que se presentan como elementos que evolucionan apareciendo y evaporándose y dialogando con los actores, definiendo así ese espacio onírico que representa la memoria.
Vuelvo sobre mis palabras para definir Búho como una experiencia teatral. Es un viaje inmersivo en un laberinto de recuerdos. Somos testigos de un relato discontinuo que no hay que pretender entender en su totalidad. Como su protagonista, aprehendemos retazos que tienen parcialmente sentido pero se desvanecen rápidamente en un espacio impreciso, poético y de gran belleza.
Crítica realizada por Diana Rivera Miguel