Tras varios años de gira internacional regresa, para despedirse del público, el gran éxito de la dramaturga Carolina Román: Juguetes Rotos. Protagonizada por Nacho Guerreros y Kike Guaza, actores que nos conmueven sobre las tablas del Teatro Pavón de Madrid, en la piel de dos transexuales durante el franquismo.
Ya sabemos que el verano es un gran momento para descansar y disminuir la intensidad de la rutina y, por eso, una buena idea es utilizar parte del tiempo libre en disfrutar de alguna de las pasiones que, durante el resto del año, quizás, quedan aparcadas de alguna manera. ¡Vamos al teatro! La sala del Pavón se convierte en un espacio para exponer, por encima de cualquier convencionalismo o presión social, parte de la historia de nuestro país que tuvo lugar durante la época de la dictadura franquista. Juguetes Rotos nos deja claro que no hay justicia sin memoria y que, ante el más que probable histórico retroceso en los derechos del colectivo LGTBI en España, hay que generar un pensamiento y una reflexión política que se anime a cuestionar y enfrentar ideas y hechos.
Carolina Román es la responsable de la dramaturgia de este texto original y también la directora de su puesta en escena, creando una emotiva historia de dos personas que buscan alcanzar el equilibrio entre su identidad y su vida. Estamos frente al relato de la amistad entre Mario, un joven que abandona su pueblo, y Dorin, una transexual del mundo del espectáculo. La dramaturga tiene la virtud de apostar por un lenguaje sobrio, bien trabajado y que se presenta al público con gran naturalidad y sin histrionismos, lo cual hace más verosímil y cercana la historia que Juguetes Rotos narra. Conmueve por la sencillez y la fuerza de sus dos protagonistas: Nacho Guerreros y Kike Guaza.
Ambos actores fueron nominados a los Premios Max por sus respectivos trabajo interpretativos y es que con su sola presencia dan a Juguetes Rotos una dimensión única y especial. Guerreros y Guaza recrean y hacen propio este conmovedor montaje en el que nos regalan un verdadero recital interpretativo. Semejante texto necesita un elenco que esté a la altura y ambos actores lo están, sin ninguna duda. No podía haber existido una lección mejor y más acertada para meterse en la piel de Mario y Dorín (y otros tantos personajes) porque combinan de manera magistral la técnica y la emotividad que requiere este poderoso relato.
La escenografía de Alessio Meloni, de admirable belleza y gran sentido simbólico, es uno de los muchos valores de un montaje cuidado hasta el más mínimo detalle, en el que, junto con un acertado empleo de la ambientación musical tiene una especial significación el manejo de la iluminación. David Picazo juega con las luces y las sombras para permitirnos seguir cada suceso, cada emoción y cada sentimiento que tiene lugar sobre el escenario y fuera de él. Todos los aspectos técnicos arropan con delicadeza y cariño en esta mezcla aparentemente sencilla que, en realidad, debe saborearse lentamente y sin ningún tipo de prisa.
En definitiva, una obra redonda que te remueve por dentro. Con dos actores protagonistas que están soberbios y llenos de verdad y a los que el público, en pie, recompensa con una enorme ovación. Gran oportunidad para descubrir, o repetir, un montaje imprescindible que deja huella.
Crítica realizada por Patricia Moreno