Este viernes pasado se estrenó L’illa deserta en La Villarroel de Barcelona, donde una María Rodríguez y un Miki Esparbé en estado de gracia interpretan este texto de Marc Artigau lleno de vida, anécdotas y reflexiones en tono de comedia triste (como él mismo la define). Una función entrañable que pasa como una exhalación.
Ese viernes ocurrieron dos cosas en La Villarroel. La primera, que hubo standing ovation (gran ovación en pie) al acabar la función. La segunda, que cuando se encendieron las luces y el público empezó a abandonar la sala, se podían ver multitud de caras que reflejaban una dulce sonrisa. Con estas dos premisas, quiero empezar esta reseña. Porque creo que sería el mejor resumen de lo que L’illa deserta es: un texto redondo, genialmente parido, que ofrece al espectador la oportunidad de reír, también si quieres de llorar (pero más de reír) y, a la vez, de reflexionar.
¿Qué te llevarías a una isla desierta? ¿Eres feliz, pero de verdad? ¿Lo has sido alguna vez, ni que sean tres veces en tu vida? ¿Qué habría pasado si nuestra vida no hubiera sido la que es? ¿Cómo habría sido entonces? Un pequeño detalle, la casualidad, un solo gesto, un solo número, un segundo de más o de menos podría haber cambiado nuestro futuro. Y seguramente no seríamos quienes somos ni posiblemente viviríamos la vida que vivimos. Pero, ¿cómo sería esa vida? Pues de eso trata L’illa deserta. Dos vidas, la de ella y la de él, explicadas desde doa perspectivas. Dos líneas temporales, que en un preciso momento, al intercambiar un número de teléfono, se abren para dar paso (y vida) a dos historias paralelas. Da igual la que ocurriera de verdad. Porque, en realidad, podría haber sido una de esas dos o cientos más. Él y ella se lo cuentan en clave de humor, pero un humor fino e inteligente que, al menos a mí, me arranca más de una carcajada durante la función y una romántica y melancólica sonrisa, ahora que la saboreo días después.
Marc Artigau, a quien yo conozco principalmente por ser del fantástico tridente Manrique-Genebat-Artigau, aquí vuelve a trabajar en solitario (entiéndase solitario), para escribir y dirigir este texto que produce La Brutal. Una dramaturgia casi frenética, con una gran cantidad de información muy bien hilada desde principio a fin a digerir en 90 minutos y en donde se percibe la traza del autor para el humor y su delicadeza (y su buen gusto) para tratar temas como la soledad, la maternidad o la vejez. Además, Artigau realiza una gran dirección de los actores. Supongo que es un plus dirigir tu propio texto, porque ¿quién mejor que su creador para transmitir a los actores qué decir y cómo a la platea?
Acompañando dramaturgia y actores, está montado un sencillo espacio escénico que no sufre cambios (los cambios de escena y tiempo se generan con el vestuario) en donde hay varios ambientes que harán las veces de casa, ascensor e incluso karaoke, todo a cargo de Raquel Ibort. Y con la iluminación de Jaume Ventura se acaban de matizar todos esos ires y venires geográficos y temporales.
Pero el plato fuerte, junto con el texto, sin duda radica en el trabajo actoral. Miki Esparbé es un filón para la comedia. No es fácil hacer reír y menos hacer reír bien. Escenas como la de Italia o la del centro comercial van a hacer historia. Inolvidables. Pero cuando se trata de ponerse serio y nostálgico, lo hace igual de bien. Y a su lado está María Rodríguez. ¿Quién no se cree a la Rodríguez sobre las tablas? Llora y te emocionas con ella. Se ríe y te contagia su alegría. Transmite cosas muy profundas desde la más pura sencillez. Ir a ver a la Rodríguez siempre es una apuesta segura. Además, L’illa deserta rompe la cuarta pared desde el principio, por lo que la complicidad Esparbé-Rodríguez, entre ellos y con el público, incluso en el día del estreno y aún sin rodaje, ya se respiró.
La Villarroel sigue apostando por el teatro contemporáneo de gran calidad. Producciones con las que la gente se pueda sentir identificada, que diviertan, que entretengan pero que salgas del teatro y te den, al menos un poquito (aquí un muchito), que pensar. Yo, lo tengo claro; a mi isla desierta yo me llevaría el teatro.
Crítica realizada por Diana Limones