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24.03.2023 Críticas  
Triste vida la del rider

Iñigo Guadarmino estrena y dirige nueva producción, también escrita por él, en el Teatro Quique San Francisco de Madrid. Montaje en el que unos solventes Alex Villazán, Belén Ponce de León, José Emilio Vera y Katia Borlado nos relatan que Amarte es un trabajo sucio (pero alguien tiene que hacerlo).

David (Alex Villazán) lo tiene todo. Madre, novia y un título de graduado en derecho. Sin embargo, él siente no tener nada. Su padre desapareció un día sin más, su chica practica el poliamor y en las entrevistas laborales le descartan sin contemplaciones. Como hay que ser productivo y se supone que el trabajo dignifica, lo intenta como repartidor del siglo XXI, como vástago del neoliberalismo encarnado en un algoritmo. Él pone la bici, su tiempo y su energía y ese ser invisible decide cuándo le encomienda un porteo, de dónde a dónde y qué ha de trasladar. No nos engañemos, los sherpas del asfalto urbano no solo te llevan comida, también libros, zapatos o una raya de polvo blanco si así se lo encomendaran.

Una jungla en la que convive con quien le trajo al mundo y se debate entre el deseo y el conformarse con lo que le ofrece quien le plantea más compañía y roce que cariño y compromiso. A su vez, recurre a colegas de la profesión para meter la cabeza en el mundo de los repartidores, convirtiéndose en subcontratado de uno de ellos. Tramas varias que Guadarmino utiliza para unir y relacionar las distintas instantáneas de nuestra sociedad que vertebran su dramaturgia.

Belén Ponce de León está espléndida como funcionaria de tráfico que convive con su hijo y vuelve a descubrir los placeres de la carne. José Emilio Vera está disparatado en sus varios papeles. Como predicador, quizás la escena más loca de toda la representación, y también como inmigrante capaz de utilizar en beneficio propio los abusos del sistema. Katia Bolardo es la profesional del siglo XXI que introduce en la diatriba humanidad-tecnología el rol que desempeñan los community managers, la digitalización y la saturación de mensajes visuales y textuales que nos rodean.

En una escenografía más funcional que minimalista, firmada por Paola de Diego, al igual que la iluminación de Bea Francos, Alex Villazán se desenvuelve como pez en el agua derrochando energía física e interpretativa. Aun siendo una función coral, es el único interprete con un solo personaje al que encarnar, misión que ejecuta con la misma sencillez con que ya le hemos visto resolver retos anteriores sobre las tablas.

A favor de todos ellos un texto que pretende la cercanía con su espectador, que busca lo cómico en lo trágico y lanza guiños teatrales (varias de las direcciones de recogida o entrega mencionadas son de salas de la capital como las del Centro Dramático Nacional, Cuarta Pared o Mirador). Más eficaz momento a momento que en el todo resultante de la suma de sus partes, pero certero en el punto ácido e irónico con que se acerca a cuestiones como la precariedad laboral, la despersonalización del individualismo y la falta de alicientes para ser optimistas con el futuro que nos plantea el mundo que nos rodea, la sociedad de la que formamos parte y el presente que vivimos.

Crítica realizada por Lucas Ferreira

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