125 años tras su estreno en el desaparecido Teatro Lírico de Barcelona, a cargo del legendario Adrià Gual, la compañía de teatro musical Dagoll Dagom presenta, ahora en el Teatre Poliorama de Barcelona, su propia versión de L’alegria que passa de Santiago Rusiñol. Con un añadido significativo: esta será la última obra de creación propia de la decana compañía.
Cuando nos sentamos en la platea del Poliorama, tratamos de quitarnos de encima el pesar y el peso de saber que estamos ante el colofón de Dagoll Dagom, una compañía que ha significado tanto para el teatro y en particular para el teatro musical de este país (casi colofón: antes de retirarse definitivamente de los escenarios se espera que reestrenen aún por última vez su obra más emblemática, Mar i Cel). Hay muchos sentimientos pugnando al sabernos en esa encrucijada, en ese final de línea, pero conseguimos quitárnoslos de encima al menos mientras dure la obra: no se merece menos que disfrutar cada segundo sin importar el contexto dentro de la historia de la compañía.
Desde el primer segundo, la pieza que ha escrito Marc Rosich, la música de Andreu Gallén y las coreografías de Ariadna Peya se convierten en un todo dirigido a los sentidos, a las emociones (impactante el mecanicismo y los bucles de la fábrica, con ecos de Metropolis). Un bombardeo cohesionado y muy bien combinado que atrapa la atención, que te vivifica en la convicción de que estás asistiendo a un nuevo musical, de que no es algo trillado que siga fórmulas, de que es algo vivo, nuevo y maravilloso. Moderno y tradicional.
Y que no tarda en dejar atrás las expectativas. Santiago Rusiñol no escribió una obra típica en su momento, y con todos los cambios y modernizaciones temáticas que viven aquí los personajes, eso se respeta. Eso y el espíritu de Rusiñol, utilizando tanto réplicas sacadas directamente del texto original como conceptos de otras de sus obras. El resultado es que, incluso con todos los cambios, L’alegria que passa es quizás más Rusiñol que el original que escribió a partir del encuentro que tuvo, en un largo viaje en carro junto al pintor Ramon Cases, con una troupe de artistas ambulantes.
L’alegria que passa nos cuenta lo que ocurre cuando un grupo de alegres artistas llega a un pueblo gris e industrial, el choque de visiones vitales, y al mismo tiempo reflexiona sobre las esclavitudes de la escena, la capacidad del arte de cambiar el mundo y la relación entre lo práctico y lo ideal, la realidad y el cuento, la prosa y la poesía. Todos los actores interpretan dos papeles, uno como parte de la compañía y otro como parte del pueblo, además de tocar algún instrumento, y los cambios entre uno y otro son siempre muy veloces y sin dejar lugar a dudas de quién nos habla. Pero en esta dualidad destaca particularmente una actriz, Àngels Gonyalons, que utiliza todas las herramientas aprendidas y perfeccionadas a lo largo de su carrera para encarnar al alcalde del pueblo y al líder de la compañía, y pasar del bien al mal, de la convicción a la duda, del humor al drama, con una gama de matices apabullante. Y que además se marca un par de los números más espectaculares de toda la obra y otro de los más divertidos. Àngels sigue siendo la reina del musical de este país, pero además no para de demostrar que sigue siendo una de nuestras mejores actrices, punto.
Y está muy bien rodeada, para empezar por una Mariona Castillo voluptuosa y de potencia vocal fascinante, pero también de una Júlia Genís y un Eloi Gómez que lideran varios de los otros grandes momentos musicales de la obra, y que acaban por representar las personalidades menos sometidas del pueblo. El resto del elenco lo completan Pau Oliver y Jordi Coll, muy sólidos respectivamente como el joven con aspiraciones de héroe byroniano y el carcelero de la cantante con tintes mefistotélicos; Basem Nahnouh y Pol Guimerà, puntales de la expresión corporal y la danza (brutal la coreografía previa al espectáculo de los artistas que contrasta con la sensualidad orgánica del cabaret jazz que se marca luego Gonyalons con Nahnouh y Guimerà), y David Pérez-Bayona, comodín todoterreno en cualquier disciplina.
Rosich dirige el texto que ha escrito, Gallén la música que ha compuesto, las letras de las canciones quedan a cargo de ambos. Arropados por el vestuario y la escenografía de Albert Pascual, lo que consiguen transmitir todo el rato es que estamos presenciando el trabajo de una compañía. Un trabajo donde abundan la reflexión, el talento y la experiencia, donde prima el trabajo en equipo y que permite, sin embargo, brillar individualmente a cada uno de sus componentes.
Este no es quizás nuestro Hamilton, pero desde luego es nuestro Pippin. Últimamente a nuestros musicales les cuesta generar números que queden para el recuerdo, canciones que salgas del teatro cantando. L’alegria que passa tiene por lo menos tres, el tema inicial, el de la despedida de la cantante y, sobre todo, esos «Ocells de fang» que eran de otra obra de Rusiñol pero que parecen pensados inevitablemente para esta. Salimos del teatro, desde luego, tarareándolas, esperando al disco para aprendérnoslas, pero sobre todo con la seguridad de que Dagoll Dagom ha creado una de sus mejores obras. Que no queremos que se vayan. Que necesitamos clonarlos o algo para que sigan creando experiencias teatrales tan fantásticas.
Aunque esto no es un cuento, y la vida no siempre tiene un final idílico. Y, a la larga, todo termina. Pero, ¡oh, sí!, siempre nos queda el arte, para alegrar nuestro «seny» con un poco de «rauxa»…
Crítica realizada por Marcos Muñoz