El éxito arrollador que tuvo, el pasado diciembre, la ficción sonora sobre La Guerra de los Mundos de H.G. Wells presentada en el Teatre Lliure por la compañía Atresbandes y Guillem Llotje ha obligado a programarla de nuevo este mes de marzo. Han sido dos días más, por el momento, para un espectáculo tan singular que podría desdibujarse si se repitiera demasiado.
Subimos a Montjuic y en el Espai Lliure nos entregan unos auriculares con los que todos los espectadores seguiremos la representación («deben estar en el canal rojo. Si se enciende en otro color, no oirán nada»). No vamos a ver teatro. No vamos a asistir a una radionovela. Lo que vamos a experimentar tiene algo de ambas cosas y también de performance, de inmersión absoluta, de experimento milimetrado. En la sala, multitud de aparatos electrónicos de control de sonido, cables, micrófonos y cajas con elementos que, nos sugiere la vaga experiencia común, pueden servir para crear efectos especiales sonoros. Efectos de sala. El foley.
Nos ponemos los auriculares y empezamos a ser conscientes de algo que no notamos antes: ya se está produciendo un sonido de fondo y una voz. La encontramos entre el personal en la sala: es Mònica Almirall, de Atresbandes, que calmadamente recita el título de la obra de Wells una y otra vez, en todos los idiomas posibles. Muy probablemente, todos a los que se haya traducido. Menos el catalán: ese llegará cuando la función dé comienzo. E inmediatamente después, los latidos y la respiración de Almirall.
No hay narración. No hay contexto. Apenas dos diálogos, aparentemente triviales y desconectados del argumento de la novela, y una escena clara y terrible. Aparte de eso, paisajes e impresiones sonoras, cada vez más opresivas: del sonido de nuestra civilización a los intentos de tranquilización de los medios de comunicación a un aparente pandemonio de distorsiones. El foley nos permite afianzar nuestra atención en una terrorífica experiencia humana concreta, pero luego volvemos a perdernos sin un argumento claro que nos haga entender qué está pasando. La palabra no importa.
O esa es la sensación que tendría un desconocedor de La Guerra de los Mundos que asista a esta experiencia sonora. Caos, desconcierto, aturdimiento. Y los personajes humanos que viven el desastre de la invasión de Marte en la novela, no la han leído, ni tienen el conjunto de informaciones que nos transmite su narrador. No: quien no conozca bien La Guerra de los Mundos, está sintiendo el mismo alud de sensaciones terribles y opresivas que sus personajes. Estar alejado realmente del contexto permite sumergirse en una experiencia personal definitiva.
Sin embargo, el que conozca la obra original puede ir siguiendo el rastro y la evolución de la novela en los paisajes sonoros naturales y artificiales que crea este equipo. Hemos dicho que esta experiencia sonora no tiene contexto: lo que no tiene realmente es una narrativa convencional, un argumento explícito, solo el eco de ese argumento, que está en otra parte, en el papel, en el cine. Implícito. Si conocemos la historia, podemos detectar y experimentar la llegada de los marcianos, el rayo mortal, la destrucción que dejan a su paso, la vida bajo el yugo marciano, la vigilancia de sus máquinas tentaculadas y finalmente incluso sentir cómo su respiración ajena fracasa frente a la minúscula bacteria terrestre.
El espectador que conozca la obra, al fin, puede en las fases finales de la obra, cuando el machaconeo electrónico resulte más abrumador, busque con la mirada a su alrededor la complicidad de otros espectadores humanos. Pero lo único que verá es un mar de puntos rojos a izquierda y derecha, por encima y por debajo de él. La hierba roja, conquistando las gradas. El rayo de calor, seleccionando objetivos.
El pandemonio se vuelve claro. La sensación, conocimiento. La confusión, certeza. Lo implícito, explícito. Marte ataca.
Crítica realizada por Marcos Muñoz