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06.02.2023 Teatro  
Tiresias ya fue mujer hace 2000 años

La obra de Martin Crimp está rodeada de polémica, envuelta en una iconografía nebulosa, una temática obsesiva y una fragmentación del discurso que huye de la asignación de roles, a veces metafóricamente y otras, como en Attempts on her Life, de forma literal. Estos días, el TNC de Barcelona ofrece una de sus obras más recientes, Quan ens haguem torturat prou.

Hablemos por tanto del texto antes de hablar de la compañía: en Quan ens haguem torturat prou confluyen varios elementos. El primero y principal es la adaptación de Pamela o la virtud recompensada, novela epistolar que Samuel Richardson publicó en 1740. De esta salen la pareja protagonista, detalles de su carácter, la hija y la sirvienta del personaje masculino principal, así como el grueso del argumento: una mujer ha sido secuestrada por un hombre adinerado que se obsesiona con dominarla y convertirla en su esposa. A esto se le suma una reflexión sobre la relación de poder entre los sexos y la segunda obsesión que planea por la obra, la de convertirse en el otro: aquí se ven reflejados elementos de la obra Las tetas de Tiresias (1917) de Guillaume Apollinaire.

Entre la que podría ser la primera novela inglesa y el que podría ser el primer drama surrealista, Crimp escribe sus 12 escenas oscilando entre la narrativa y el simbolismo, entre la evolución de los personajes y los saltos temporales, a veces con elipsis que los espectadores deben rellenar, otras entre abismos irracionales. Aplicando un filtro más moderno sobre la figura masculina y femenina, el autor cincela aristas sobre la necesidad femenina de escribir, sobre el poder masculino de alterar la escritura femenina (que viene de otra obra de Richardson, Clarissa, como también la resistencia enconada de la protagonista, o su encierro en un «laberinto de habitaciones iguales»), sobre la resistencia y la derrota, y sobre la oposición entre clases.

Pero, y aquí viene el gran pero, esta interesante lluvia de ideas no parece cuajar: el todopoderoso secuestrador grita asustado cada vez que «Pamela» se le acerca y habla con pueril afectación de su riqueza e inteligencia, como un malvado de opereta; la víctima llega a sospecharse ficticia en una sugerencia que no lleva a ninguna parte; la lucha de clases se convierte en una mera fantasía de poder de ricos sobre pobres; la mutación de géneros solo sirve para repetir esquemas, sin propiciar nunca alternativas a lo que significa ser hombre o mujer; y el final, a todas luces insatisfactorio con lo planteado hasta el momento, tampoco llega a los niveles de decepción magistral en los que se demora, por poner, un Esperando a Godot. Es un ejemplo de las comparaciones en las que esta pieza fraccionada pierde frente a títulos más centrados que orbitan espacios similares: la metáfora hombre/mujer de ¡Madre! de Aronofsky parece mucho más trabajada, en Las amistades peligrosas de Choderlos de Laclos ya se torturaban tanto y mejor, y Tiresias lleva cambiando de sexo al menos 2000 años, desde las Metamorfosis de Ovidio, y experimentando lo que significa ser hombre y mujer con más fluidez. Parece mentira que Terra Baixa (1896), en cartel simultáneamente en la sala grande del mismo teatro, sea mucho más actual y relevante a la hora de entender la lucha de clases y la relación entre sexos.

Y ahora hablemos de la compañía, porque cualquier defecto que se le pueda achacar al texto no es en absoluto extensible a los que lo ponen en pie. Magda Puyo dirige un elenco en el que destacan Anna Alarcón y Xavi Sáez como el dúo torturado/r, ejes vertebradores absolutos (llevan años trabajando juntos y tienen una dinámica escénica muy poderosa), junto a la criada y su sobrino de Cristi Garbo y Guim Oliver (él más una sombra disparadora de acciones que un verdadero personaje), y en un papel más secundario, las dos «niñas» a las que interpretan Neus Soler y Alba Gallén. Desde la coreografía inicial de David Climent, que marca perfectamente las cadenas y conversaciones en las que se enredan todos para limitarse, a la casa deconstruida por toda la Sala Petita del TNC, en una escenografía rural moderna llena de madera y toallas que firman, junto al vestuario, Pep Duran y Nina Pawlowsky, al sonido y las canciones de Gerard Marsal, con un resultón tema pop-rock para las niñas y un fantástico número entre Adele y Amy Winehouse para Cristi Garbo, cada uno de los elementos suma, suma y suma. Pero ¿crece?

Al final los límites que marca el texto resultan ser lo que más lo limita. Dice la directora en sus notas del programa que esta pieza puede «enfadar, emocionar, divertir o, simplemente, dejar perplejo al público». Y sin duda al acabar la obra la emoción más repetida en la platea era la perplejidad: «¿tanto trabajo para… esto?». Cien años después, Wittgenstein sigue teniendo vigor: los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo.

Crítica realizada por Marcos Muñoz

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